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Las masivas protestas estudiantiles de 2006 y 2011 pusieron en el centro
de la discusión pública las deudas de nuestro sistema educativo,
alumbrando la creciente contradicción que existe entre la sociedad que
anhela la ciudadanía y la que se forja en nuestras salas de clases. No
es casualidad, por tanto, que la educación figure como prioridad en los
programas de todas las candidaturas presidenciales. De allí a que éstos
se hagan cargo del problema educativo en su profundidad y múltiples
dimensiones, sin embargo, el trecho es largo.
Es que a partir de la polémica abierta entre estudiantes y Gobierno
el debate educacional se ha modificado, pero su centro continúa
aceptando que el efecto más sustantivo de la educación es su “retorno
privado” medido en términos económicos. Reducida a este horizonte, la
educación no produciría, entonces, bienes para toda la sociedad, una
masa crítica y un conjunto de capacidades creativas. Sería un asunto de
responsabilidad individual y mera capacitación para el mercado del
trabajo
Este limitado modo de comprender la educación se enraizó hasta
naturalizarse y formatear las condiciones en que se podía discutir sobre
el tema, restringiéndolas, por un lado, al modo en cómo el Estado
“nivela la cancha” e “iguala oportunidades” para esta suma de luchas
individuales por bienestar económico futuro, y, por otro, al momento y
modo en que sus supuestamente principales beneficiados deben pagarla.
La discusión sobre el rumbo de la educación no puede limitarse a
estas querellas. No es sano para la democracia y está reñido con una
concepción libertaria y humanista de la educación. El debate político no
debe eternizar la oscuridad de estas cuestiones ante la sociedad.
Prolongar la penumbra ha sido el triste rol de la tecnocracia. Aquí no
hay mayor racionalización, ni pragmatismo, ni evidencia empírica.
Simplemente hay ideología.
Es lo que se ve con nitidez en los planteamientos de Matthei y Parisi.
Como han planteado con claridad los estudiantes, lo central de una
reforma progresiva de la educación es sacarla del espacio del mercado
para llevarla -con todas las consecuencias que ello implica- a la esfera
de los derechos sociales universales. Ello implica des-naturalizar el
reduccionismo del “retorno privado”, iluminar las demás esferas a las
que la educación contribuye y, en un sentido positivo, superar el
carácter subsidiario del Estado.
Esta convicción está presente, con matices y distintos énfasis, no
siempre con toda la consistencia, en los planteamientos de Miranda, los
humanistas y Sfeir, y con mayor coherencia y detalle de propuestas en el
programa de Enríquez-Ominami.
El programa de Bachelet es, en este punto, más allá de los titulares,
en exceso ambiguo. Lo que, considerando que el suyo será casi con toda
seguridad el próximo programa de gobierno, resulta particularmente
preocupante.
Ni una sola mención -ni menos disposición a revisarlo- hay en su
diagnóstico del principio de subsidiariedad que gobierna la educación.
No hay decisión sobre el cómo destinar y recaudar los recursos
necesarios para la voceada “gran reforma educacional”. La palabra
mercado aparece una sola vez y precedida por el prefijo “cuasi” para
definir la lógica que domina la educación.
No se trata de evasiones triviales. Es precisamente el Estado
subsidiario y la innegable primacía del mercado lo que debe ser revisado
si vamos a hablar de derechos en serio.
El Estado subsidiario fracasó en su propia ley, al no cumplir
siquiera su promesa: la expansión de la matrícula, hecho positivo en sí,
no ha disminuido las diferencias sociales y se debe a un enorme
esfuerzo de las familias con el que han lucrado distintos grupos por
diversas vías, unas ilegales, y otras, las más, amparadas por el Estado.
La mercantilización de la educación fracasó, además, en hacernos una
sociedad más moderna: nos ha dado miserables “retornos sociales y
públicos”, no nos hizo más iguales ni más democráticos, ni nos llevó a
la “sociedad del conocimiento”. De hecho, el problema de la ciencia, la
investigación y la innovación apenas tiene cabida en sus recetas. Nos
ciega ante todo ello.
Los silencios en torno a cuestiones tan centrales nos llevarán de
tumbo en tumbo parchando los problemas que siga generando el mercado. Si
consideramos fundamental reconstruir el sentido público de la
educación, en tanto responsabilidad de todos, no se le puede hacer el
quite a la necesaria erradicación del mercado educacional y su reemplazo
por un orden público. Las formas de financiamiento e institucionalidad
deben ser consistentes con su condición para la realización de fines
colectivos que le son propios, como la integración social, la formación
de ciudadanos y la promoción de la colaboración en lugar de la
competencia.
De lo que se trata, en definitiva, es de quitarle la educación al
mercado y ganarla para la democracia. Para avanzar en esa dirección y
evitar nuevas viejas evasiones, la puja de las fuerzas sociales y los
actores políticos emergentes por una solución democrática al problema
educacional resultará clave.
*Candidato a diputado por Ñuñoa y Providencia – Izquierda Autónoma