POR ANDRÉS FIELBAUM
Es 19 de mayo de 2014. Quedan sólo dos días para el primer
mensaje presidencial del segundo gobierno de Michelle Bachelet. La mesa
de trabajo en la que participa el CONFECh para construir una reforma
educacional está en un alto grado de tensión. Los estudiantes exigen que
el negocio se termine en todo el sistema educativo, y que la gratuidad
se materialice en financiamiento directo a las instituciones para que
estas puedan colaborar entre sí en vez de competir.
El gobierno en cambio exige respeto a la “libertad de
emprendimiento”, asegurando que el no entregar fondos públicos a las
instituciones que lucran es más que suficiente. Asimismo, argumentan que
lo que le debiera importar a los estudiantes es no pagar del propio
bolsillo, pero que el cómo se entreguen las platas es problema del
Gobierno. Cuando los estudiantes le recuerdan a la propia Presidenta que
una sección de su programa tenía como título “Fin al lucro”, ésta se
defiende señalando que un título es solamente un título, y el mismo
contenido de la sección ponía el límite a esta idea (“con recursos
públicos”).
Así, como tantas veces en la historia del movimiento
estudiantil, el 21 de mayo se avizora como una fecha clave para definir
los pasos a seguir…
La situación hipotética antes descrita es una de las muchas
que nos puede tocar vivir el próximo año, dependiendo (entre otras
cosas) de nuestras propias decisiones. Sin embargo, esta situación
refleja también varios elementos que ya son verdades claras, que se
consolidan con cada encuesta, cada debate e incluso cada polémica.
Sabemos que el próximo año la Presidenta de Chile será
Michelle Bachelet, quien tendrá una forma de enfrentarse y relacionarse
con el movimiento estudiantil será distinta a la que tuvo el gobierno de
Piñera. Sabemos también, por su programa, por sus intervenciones
recientes, y especialmente porque nuestras propias acciones lo han hecho
inevitable, que se viene una iniciativa para hacer transformaciones en
educación. Pero sabemos también que si dicha iniciativa es dirigida y
procesada por los mismos viejos partidos y actores de la transición, es
difícil esperar otra cosa que no sea un mero maquillaje del actual
modelo, tal como lo fue la tristemente célebre LGE del 2008.
La posibilidad de que el desenlace de esta historia sea
distinto, sin embargo, aún está en nuestras manos. Y lo está fruto de lo
que han sido nuestras movilizaciones en estos años. El 2011
comprendimos que la educación debía ser un derecho, y que para serlo, no
podía seguir siendo un negocio. Al mismo tiempo, en la medida que se
fueron evidenciando los conflictos de interés presentes tanto en la
Concertación como en la derecha, comprendimos que una iniciativa que
cambie el sistema educativo desde su raíz no provendría desde el mundo
político chileno.
Aquel 2011 el gobierno sólo apostó a resistir. El 2012 en
cambio, pasó a la ofensiva con el nombramiento de Harald Beyer en la
cartera de educación. Hijo pródigo de la elite y la tecnocracia chilena,
Beyer llegó con una agenda de reformas tremendamente ofensiva,
orientada a desactivar por completo el conflicto educacional y
“resolverlo” dentro de los marcos del actual modelo; todo esto amparado
en su estatus de “experto” que le permitía recubrir con una apariencia
de “objetividad” el contenido profundamente neoliberal de sus
propuestas. Sin embargo, dicha iniciativa fracasó: ninguna de sus
reformas acabó siendo aprobada, y el mismo Beyer debió salir por la
puerta trasera, engrosando la lista de ministro derribados por el
movimiento estudiantil. A estas alturas, ya era impresentable seguir
escondiendo el lucro en la educación.
Igualmente impresentable fue la represión que se vio en los
desalojos a las tomas, cuestión que después se acabaría expresando
incluso electoralmente: la caída de Zalaquett, Labbé, y por poco no la
de Sabat, fue la de tres alcaldes emblemáticos en su despotismo y
prepotencia frente a los estudiantes movilizados. Y si hoy la derecha
está en tal nivel de crisis, ha sido en gran medida por no moverse un
centímetro de su trinchera ideológica, defendiendo hasta hoy un modelo
educativo fracasado y fundado en el endeudamiento y la precarización, en
contrario a quienes la entendemos como un derecho que debe ser
garantizado por el estado.
Este arrinconamiento ideológico también se ha visto en la propia Concertación. Michelle Bachelet al llegar a Chile
asumió una postura no muy distinta a la que sostuvo la derecha todos
estos años (“es regresivo que quienes pueden pagar la educación no
paguen, yo puedo pagar la educación de mi hija”). Sin embargo, las
movilizaciones sociales y el clima que vivía el país rápidamente la
hicieron dar un giro, incorporando discursivamente algunas de las
consignas principales del movimiento estudiantil.
Así, en un año electoral, cuando los expertos pronosticaban
que el debate estaría protagonizado únicamente por los actores
políticos tradicionales, cuando Enrique Correa nos decía que “la política regresó en plenitud”
y nada teníamos nosotros que hacer ahí, el movimiento social por la
educación demostró una vez más que nuestra democracia es demasiado
estrecha como para suponer que se puede avanzar sin nosotros.
En este contexto, es fundamental comprender y constatar un
hecho: la batalla por una nueva educación sigue plenamente en disputa.
La llegada de Bachelet no significa que hayamos “ganado”: la ambigüedad
de su programa y nuestra propia experiencia nos han enseñado que delegar
es perder, que en la Nueva Mayoría pesan más las influencias de los
Luksic y los conservadurismos de los Escalona, lo vimos en sus 20 años
de gobierno y también en sus cuatro años de “oposición”. Pero tampoco
significa haber “perdido”, pues después de estos 3 años y ante la
urgencia de dar una respuesta la crisis educacional, están todas las
condiciones para que exista una reforma, cuya profundidad y dirección en
gran medida estarán determinados por nuestra vocación de construirla en
nuestros términos.
Hoy el movimiento estudiantil tiene la legitimidad y la
capacidad para exigir participación directa, para que no pueda existir
reforma si esta no cuenta con la aprobación de los estudiantes. Frente a
eso, no podemos simplemente entregarnos y “asumir la derrota”, pues
sólo lograríamos una profecía autocumplida. El decidir simplemente
restarse, por honorables y puras que sean las razones, es equivalente e
igual de nocivo que delegar: significa entregar en bandeja la cancha
para que sean los mismos de siempre los que definan los términos de una
eventual reforma a la educación.
El 2014 será un año clave. Si perdemos nuestra autonomía o
nos omitimos del debate, las movilizaciones abiertas el año 2011 pueden
terminar igual que el ciclo abierto por los secundarios el 2006: con los
representantes de los diversos partidos políticos levantando las manos
para celebrar una LGE 2.0. Nuestro desafío como estudiantes será tomar
el protagonismo, tener la iniciativa desde el comienzo, dejar en claro
que no puede haber cambios sin que sean construidos por nosotros.
Se requerirá que el movimiento estudiantil maximice todo
aquello que le da fuerza y poder: una gran voluntad de incidir y de
construir en unidad, el aporte de todos para fortalecer nuestra
organización, masividad, transversalidad y también una profunda
reflexión, siempre en miras de construir con nuestras propias manos la
nueva educación. Solo así, seremos los estudiantes y todas las familias
chilenas las que estaremos festejando que hemos ganado la educación como
un derecho para todas y todos.