El pacto entre
Gobierno y oposición para aprobar la glosa de financiamiento de la
Educación Superior en la Ley de Presupuestos de 2017 evidencia la
ausencia de una idea clara y estratégica en la elite política acerca de
por qué y para qué el Estado de Chile requiere de instituciones
públicas de Educación Superior. La amenaza opositora de llevar la glosa
presupuestaria al Tribunal Constitucional (TC), cosa que el Ejecutivo
evitó con el acuerdo de distribuir recursos a instituciones privadas,
surtió un doble efecto perverso: elevó el rango político de un organismo
estructuralmente cuoteado y debilitado en su prestigio profesional,
como lo es el TC, que sin siquiera intervenir resultó “ganador” en el ranking
de poder institucional del Estado de Chile; para colmo, en algo que no
le compete. Además, puso en evidencia la carencia de convicciones e
ideas del Gobierno sobre lo que son los derechos sociales, y la
debilidad conceptual de su comprensión de lo público de nuestro sistema.
La distinción entre público y privado pertenece, desde su aparición,
al contrato social que posibilitó el surgimiento de la democracia, por
sobre los poderes corporativos o feudalizados que dominaban hasta
entonces la sociedad. En ese pacto se consagra la aparición del
individuo ciudadano en quien descansa la soberanía de la nación y del
Estado modernos, y se establecen los principios que definen a la
sociedad civil como suma de los individuos ciudadanos, que actúan sin
condiciones de parentesco, conyugalidad o simple amistad. La esfera
privada, en cambio, consignada cual “no política” por definición, se
perfiló como el interés individual, y “ámbito doméstico, espacio físico
de la vivienda, de sus alrededores y las relaciones parentales e íntimas
que tienen lugar en él”.
En Chile, según estudios de la OECD, el financiamiento privado de la
educación básica no excede el 10%, y de la educación media el 37%. El
resto depende de recursos del Estado. Esto ha sido parte del ADN
republicano en la preocupación del Estado. Sin embargo, más del 47% de
la educación es administrada por privados que usan fondos públicos para
sus actividades e, incluso –en ocasiones– se apropian de las utilidades
generadas por esta actividad educacional, en beneficio estrictamente
privado. En el caso de la Educación Superior, el 70% del financiamiento
proviene del gasto privado (generalmente familiar), aun en aquellas
universidades consideradas públicas.
La arqueología de la contrarreforma del Estado llevada a cabo por la
dictadura militar desde 1973 en adelante pone en evidencia el trazo
original de la matriz educacional de mercado.
La regla sigue siendo, con matices, que la Educación Superior es una excepcionalidad que debe ser pagada por quienes la alcanzan, lo que choca con la antigua tradición republicana de un Estado comprometido con el desarrollo educacional público. Y desatiende las demandas de un nuevo pacto constitucional por la Educación que maduró definitivamente el año 2011 con las amplias movilizaciones estudiantiles.
Tal como se expresó en la prensa de la época, el esfuerzo de la
Dictadura (Directiva Presidencial sobre Educación Nacional, marzo de
1979), que introdujo formalmente la educación de mercado, se centró en
la formación de ciclo básico a cualquier costo, para cumplir el “deber
histórico y legal de que todos los chilenos, no sólo tengan acceso a
ella, sino que efectivamente la adquieran y así queden capacitados para
ser buenos trabajadores, buenos ciudadanos y buenos patriotas". O sea,
el mínimo funcional para el desempeño productivo, y no una línea
educativa pública orientada al desarrollo de la sociedad y a la
promoción del bienestar y la movilidad social como un eje democratizador
de la sociedad misma. En ese momento el mensaje sobre la Educación
Superior fue que ella “constituye una situación de excepción para la
juventud, y quienes disfruten de ella deben ganarla con esfuerzo... y
además debe pagarse o devolverse a la comunidad nacional por quien pueda
hacerlo ahora o en el futuro”.
Es esa orientación, aún vigente, lo que la sociedad democrática de
Chile no ha logrado revertir como matriz desde el retorno de la
democracia. La regla sigue siendo, con matices, que la educación
superior es una excepcionalidad que debe ser pagada por quienes la
alcanzan, lo que choca con la antigua tradición republicana de un Estado
comprometido con el desarrollo educacional público. Y desatiende las
demandas de un nuevo pacto constitucional por la Educación que maduró
definitivamente el año 2011 con las amplias movilizaciones
estudiantiles.
En todas partes donde lo público tiene un valor y un carácter
estructurante de derechos y obligaciones, la educación pública estuvo
vinculada al imperio de la autoridad del Estado y la Nación, como
representantes del bien común de la sociedad. Y las condiciones de su
funcionamiento y desarrollo se fundaron en el pacto constitucional como
uno de los valores de orientación de todo el sistema político.
Si un Estado tiene apuesta en salubridad pública sabe para qué
requiere hospitales, centros de investigación médica y programas
públicos de salud. Lo mismo en Defensa o Seguridad Pública. Si un Estado
sabe lo que quiere en Educación y tiene políticas públicas de
educación, requiere instrumentos institucionales para operar sus
objetivos de formación científica, técnica y humanística. Más aún si la
educación pública de calidad es una política de implementación de un
derecho social básico que debe constar en el pacto constitucional.
Lo actuado en torno al Presupuesto ha traslucido la evidencia de que
tal pacto en la práctica no existe, y la respuesta a los problemas –de
calidad o financiamiento– siempre está sujeta a la precariedad de un
pronunciamiento de ocasión.
El rector de la Universidad de Chile se ha declarado partidario de la
necesidad de “restaurar un sistema de Educación Superior que, a través
de una diversidad de instituciones (...), actuando en conjunto, sea
capaz de formar profesionales y técnicos al más alto nivel; de realizar
investigación científica e innovación tecnológica; de desarrollar las
ciencias sociales y humanidades; y de contribuir al acervo cultural de
la nación”.
Ha dicho también que “el Estado se ha desentendido de las
instituciones de educación superior y ha 'tercerizado' la formación de
los jóvenes y la formulación de políticas de investigación y
desarrollo”, cuando lo que se requiere –dijo– es “desarrollar una
política específica del Estado chileno para con sus propias
universidades, la cual, más allá del financiamiento, debe reflejar la
misión común entre estas y el resto del sistema estatal en temas como
educación, salud o tecnologías. Tienen que haber grandes proyectos de
trascendencia nacional que el Estado encargue a sus universidades. Tiene
que haber una articulación académica entre las universidades estatales
para que estas configuren un sistema”.
Lamentablemente, el modelo vigente es todo lo contrario: sus
instituciones compiten entre sí por recursos y estudiantes, no existe
verdadera regulación, y la transparencia y la calidad son optativas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario