La peor de las corrupciones
En cuestión de días, hemos quedado estupefactos frente a varias
resoluciones judiciales que demuestran la corrupción de nuestros
tribunales, el poder del Estado que a lo largo de toda nuestra historia
prueba la discrecionalidad de nuestros jueces y altos magistrados.
En uno de los casos que ha causado más escándalo público en los
últimos tiempos, la nuera de la Presidenta de la República, Natalia
Compagnon, es formalizada junto a su camarilla de socios y cómplices,
pero se les aplican medidas cautelares bochornosas en relación a la
cuantía, la reiteración y el número de sus transgresiones.
Pocas horas después, es de nuevo el Tribunal Constitucional el que
resuelve otorgarle el sobreseimiento a cuatro altos oficiales de la FACH
que ya habían recibido condena de la jueza Dobra Lusic por su
responsabilidad en el desastre aéreo de Juan Fernández; después de
precisar que en la caída del “Casa 212”, que le costara la vida a
veintiuna personas (2011), se habían incumplido criminalmente los
protocolos de navegación.
A lo anterior hay que sumarle la decisión de la Corte Suprema de
revocar la decisión de la Corte de Apelaciones que, por 23 votos contra
tres, había establecido que “existían méritos suficientes para privar
de su inmunidad al diputado Gustavo Hasbún, quien injuriara grave y
cobardemente a una víctima de una alevosa represión policial en
Valparaíso.
No nos pasan inadvertidas, tampoco, otras varias resoluciones
judiciales a favor de empresas que se proponen actividades altamente
nocivas contra nuestros diversos y frágiles ecosistemas
medioambientales, como el sobreseimiento de la causa penal por el
derrame de 38 mil 700 litros de petróleo en la bahía de Quintero, un
despropósito amparado, justamente, por los vacíos de la cuestionada Ley
de Pesca que, como ahora se sabe, fuera aprobada como un “traje a
medida” para las grandes empresas del rubro que sobornaron a varios
integrantes del Ejecuto y del Parlamento.
Si la clase política chilena sufre hoy altos índices de
cuestionamiento a causa de los distintos episodios de corrupción, se
hace preciso consignar que a lo largo de toda nuestra trayectoria
republicana son los tribunales los que han alcanzado las peores cifras
de descrédito.
Desde siempre, el pueblo ha asumido que en nuestro país existe una
justicia para los ricos y otra para los pobres, lo que llevó a afirmar
recientemente al Vicario de la Penitenciaría que nuestras cárceles
estaban llenas de chilenos “morenos”, como que era prácticamente
imposible que un “blanco” fuera condenado a prisión efectiva.
Fresca tenemos todavía en la memoria la forma en que muestras cortes
se rindieron al Golpe Militar de 1973 y pasaron a constituirse en
sicarios de los servicios represivos de la Dictadura, negándose a acoger
centenares de denuncias y recursos de amparo, al grado que hubo jueces y
magistrados que participaron ellos mismos en los interrogatorios bajo
tortura.
En materia de impunidades, no cabe duda que la peor es la que
favorece hasta hoy a estos jueces indignos y que han hecho de su
actividad un auspicioso medio para enriquecerse personalmente y recibir
las dádivas y lisonjas de las autoridades de turno, cuanto de la alta
clase empresarial, incluidos los narcotraficantes que los tienen
capturados.
Si bien se asume que los políticos roban y defraudan hasta al propio
Fisco, es justo reconocer que muchos de ellos lo hacen para financiar
sus procesos electorales y partidos y no tanto en beneficio propio.
Para colmo, ahora nos enteramos del estudio que revela que al menos
un 15 por ciento de los funcionarios judiciales ha presentado licencias
médicas emitidas por profesionales fraudulentos. Hecho que señala que la
descomposición ética también alcanza a un alto número de quienes se
desempeñan en los juzgados y cortes.
En la falta de independencia de nuestro Poder Judicial, en el hecho
de que sus presupuestos y carreras funcionarias siguen dependiendo de
las decisiones que toman los gobiernos y parlamentos de turno, es que se
explica tan alto grado de corrupción de sus integrantes. Es un hecho
conocido que existen magistrados que se han empinado hasta la Corte
Suprema en virtud de los favores concedidos a los políticos y a los más
poderosos multimillonarios del país.
Por ejemplo, todos hemos podido observar en los mediáticos fiscales
del Ministerio Público cómo sus bravatas se hacen agua al momento de
presentar cargos en contra de políticos y empresarios inescrupulosos,
ofreciendo juicios abreviados y otras triquiñuelas que salven de la
cárcel y de una condena ejemplar a los Jovino Novoa y otros delincuentes
entre los sindicados “de cuello y corbata”.
Muchos pudimos enterarnos, asimismo, cómo en el Caso Caval todas las
formalizaciones y medidas cautelares se concordaran con los abogados de
los imputados en sesiones y arreglos a hurtadillas. Así como todos
hemos podido comprobar la forma en que el fiscal que lleva el caso ha
ido deslindando al hijo de la Primera Mandataria de toda responsabilidad
en los ilícitos del grupo Caval, aunque sea a condición de dejarlo como
un marido engañado y distraído, incluso, cuando acompañó a su esposa a
solicitar un millonario crédito al más poderoso banquero del país.
Como si don Andrónico Luiksic no hubiese reparado que su acompañante
llevaba el mismo apellido de la Presidenta de la República y trabajara
con ella en La Moneda, aunque sin la condición oficial de ser un
funcionario público.
En el origen de todo el estado de descomposición que vive la política
y el llamado “servicio público” del país, sin duda hay que reconocer la
impunidad de nuestros jueces y magistrados, el hecho de que la
posdictadura no haya procesado ni condenado a ninguno de corresponsables
de la muerte, desaparición, tortura, organización de numerosos campos
de concentración a lo largo de todo Chile, a excepción de un tenebroso
auditor militar.
Aunque debemos reconocer que gracias a un puñado de magistrados
dignos se pudieron descubrir judicialmente muchos horrores y condenar a
varios de los feroces agentes del régimen castrense, que ahora se
reconoce como “cívico militar” justamente por la acción y complicidad de
la mayoría de los jueces chilenos y de operadores de la calaña de un
Ponce Lerou, el yerno del Dictador, que todavía sigue indemne por los
graves delitos de antaño, como los que ha seguido cometiendo desde su
empresa Soquimich.
Cuando se habla de los poderes fácticos no hay que descartar a las
nuestras supremas cortes y al propio Tribunal Constitucional, erigido
ahora en la instancia rectora del Estado y que actúa por encima de la
voluntad soberana del pueblo, cuanto desafiando las decisiones del
Ejecutivo y los legisladores.
Lo curioso en todo esto es que los propios políticos le pongan tanto
empeño en reconocer y perpetuar la constitución pinochetista,
prometiendo su más devoto cumplimiento, como lo ha hecho ahora el propio
Presidente del Senado.
Así como se hace ridículo que, ante la grave corrupción de nuestros
jueces, nuestro socialista embajador en Argentina, como los mandamases
del partido más corrupto, hasta aquí, de todo el espectro político, se
desgañiten por repatriar y juzgar en Chile a un exiliado político
acusado de ser el homicida del senador Jaime Guzmán, el fundador de esta
revenida colectividad y que fuera un instigador tan importante de
nuestro quiebre institucional, como responsable de todo lo que
aconteciera posteriormente.
Como si en nuestro país los tribunales hicieran justicia realmente y
no favorecieran hasta en los delitos del tránsito vehicular a los
infractores más pudientes y poderosos.
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