Publicado por Christian Leal
Exactamente hace 10 años, tuve la oportunidad de
viajar a Estados Unidos por primera vez. Nunca antes había estado tan
lejos de Chile, y menos en una misión periodística junto a profesionales
de toda Latinoamérica, a los que denominaban “Mercados Emergentes”, glorioso eufemismo para no tener que rotularnos como “Tercer Mundo” o “Países Pobres”.
Como imaginarán, yo era bastante inocente por aquel entonces.
Probablemente por ello, durante un desayuno donde discutíamos sobre
las diferencias lingüísticas con colegas de Argentina, Colombia, México o
Ecuador, entre otros, hice un cándido comentario que dejó a la mesa
prácticamente en silencio.
- Pues claro, como los chilenos no tenemos acento…
Lo que siguió, fue una risotada que se escuchó en toda la ciudad de Portland.
Convencido de mi punto de vista, insistí. ¿Qué acento íbamos a tener
los chilenos? Sí, nos comíamos las “s” y “t” finales en las palabras,
pero carecíamos de aquella fuerte entonación de los argentinos o del
cantadito dialecto colombiano. Y qué decir del reverberente tono
mexicano.
Sin decir más, mi colega de Colombia carraspea y comienza a imitarme:
“Mira weón, así nomá es la weá, ¿cachai? Pa’ que seguirle dando vueltas”.
Otra vez risotadas, esta vez conmigo convencido debajo de la mesa de vergüenza.
Sí, los chilenos tenemos acento. Quizá no tan marcado como otras
nacionalidades pero perceptible para todos salvo para quienes estamos
acostumbrados. Un acento tan desastroso por cierto que, como me confesó
un experimentado intérprete estadounidense, los chilenos somos los
hispanohablantes más difíciles de entender. Algo que ya había leído en
un artículo que acusaba a nuestra enrevesada lengua como uno de los
principales obstáculos para exportar nuestras telenovelas, las que
debían ser “dobladas al español”.
(No se sientan tan mal. A los brasileños les pasa lo mismo con los portugueses).
Y aunque la mayor parte de las palabras del acervo castellano son
comprensibles en cualquier país (todos sabemos a qué nos referimos con
un auto, carro o coche), durante mi segundo encuentro con colegas de la
región, no pude evitar llamar la atención por algunas palabras de mi
léxico que hasta cierto punto consideraba “normales”.
Harto: “A los gringos les gusta comer harto”,
comenté despreocupadamente durante una cena. Muchos ojos se alzaron sin
entender a qué me refería. “Mucho, que les gusta comer mucho. ¿Cómo no
van a saber lo que es ‘harto’?”, respondí ofuscado.
El tema es que en la mayoría de Latinoamérica “harto” es fastidio, de
“hartazgo”, no de “mucho”. Una compatriota que vivía hace 25 años en
Estados Unidos me confesó que se reservaba la palabra sólo cuando venía a
Chile. Porfiado, yo me empeciné no sólo en usarla sino que en marcarla
donde íbamos. Hay que hacer patria.
Altiro: Muchos no lo saben, pero la expresión
“altiro” es invención nuestra. No existe en otros países (vaya, algo
original que hayamos hecho). Su etimología no requiere mucho estudio,
pues simplemente se refiere a la velocidad de las armas de fuego. No te
extrañes si al decirla frente a interlocutores de otros países te miran
extrañados sin saber a qué te refieres.
Regalón: “¡Pa’ los regalones, pa’ los regalones, pa’ los regalones!“,
suelen gritar nuestros vendedores ambulantes, sobre todo cerca de
Navidad, al promover sus juguetes. Pues a un centroamericano no le
caería muy bien este anuncio, ya que lejos de evocar el cariño por los
pequeños querubines de la casa, alguien “regalón” es alguien “regalado”…
sobre todo en el sentido sexual. Disculpen si acabo de traumarlos con
esto…
Pololeo: Otra invención nuestra, aunque en realidad
proviene de nuestros ancestros mapuche. El pololeo sólo se da en Chile,
como paso anterior al noviazgo, que reviste un caracter más serio,
previo al matrimonio. En el resto de Hispanoamérica hasta los niños se
ponen “de novios” porque no es algo realmente comprometedor… salvo que
el “niño” tenga 17 años y haya dejado embarazada a la “niña” de 15,
porque ahí es universal que se arme.
Cachai: La única muletilla chilena que supera al “hueón” es el “cachai“.
De hecho a los Latinoamericanos les hace gracia, y si no la pronuncias
en mucho tiempo te piden que la digas, lo que te hace sentir como animal
de zoológico (es como el “chévere” colombo-venezolano, el “che-boludo” argentino o… algo que les contaré al final).
Polla: Y aquí llegamos al punto cúlmine. ¿Alguien
puede decirme a quién demonios se le ocurre ponerle de nombre a una de
las dos empresas de juegos de azar más grande del país una palabra que
en media Hispanoamérica -y sobre todo en España- significa pene?
Ya me imagino la cara de los españoles cuando pasean por Chile y escuchan que alguien “se sacó la Polla“.
Palabras sacan palabras
Pero no todo se resume a términos, sino también a costumbres. Mientras en Chile saludamos diciendo “buenos días” (sin entender muy bien por qué ya que el día es sólo uno), en Centroamérica dicen un más correcto “buen día” y en Venezuela, “feliz día” (lo cual uno asume como todo un ejemplo de resiliencia considerando al gobierno que tienen, pero no ahondemos en eso).
Otra cosa que me llamó la atención es que mientras en Chile se ha ido extinguiendo la costumbre de decir “provecho”
como una forma de desear una buena comida, en el resto de los países
latinoamericanos es prácticamente un ritual. Así, mientras todos se
saludaban al sentarse a la mesa, yo debía alcanzarlos con un gutural “hhmmm” para no quedar rezagado (aunque me quedó la duda de si somos así todos los chilenos o sólo yo soy un roto de mierda).
Pero la parte central de las lecciones de urbanidad que aprendí en
Estados Unidos, es algo que ya venía practicando con resultados
desilusionantes en Chile tras leer un reportaje donde los mexicanos se
quejaban de ello: que en nuestro país no saludamos en los ascensores.
Eso sí es rotería.
En la mayoría de los países del mundo, cuando un grupo de personas
ingresa a un espacio tan reducido como un elevador, aunque sea por pocos
minutos, lo normal es al menos decirse “buenos días” o “buenas tardes”,
según corresponda. Los chilenos no lo hacemos. Ingresamos como
autómatas, evitando al máximo el contacto visual con los otros.
¿Por qué? No lo sé, pero debemos cambiarlo. Aunque al principio te
miren con cara de “¿y a este qué bicho le picó que se atreve a saludarme
sin conocerme?”, verán como poco a poco nos civilizamos.
Ahora, si además les alcanza la amabilidad, pueden preguntar al resto
a qué piso van y tener la deferencia de marcarlo en el panel. Ahí
probablemente alcancen el Nirvana (y no me refiero al grupo de Kurt
Cobain).
Vamos. Nadie dice que salgan besándose con alguien, pero al menos un poco de calidez.
Pero los otros países también tienen sus palabras…
Desde luego, así como los chilenos tenemos nuestras excentricidades
idiomáticas, cada país tiene las suyas. En mi viaje aprendí muchas, pero
hubo algunas que me dejaron realmente asombrado.
Horrorosa (Ecuador): El término salió a luz cuando
uno de mis colegas ecuatorianos nos contó cómo durante una conferencia
de prensa, el presidente Rafael Correa, molesto por la pregunta de una
periodista, preguntó iracundo “¿Y quién dejó entrar a esta gorda horrorosa?“.
Si de por sí el calificativo ya es grosero, hay un dato que lo hace
aún más grave. El mandatario es de origen guayaquileño, donde se le dice
“horrorosa” a las mujeres casquivanas, promiscuas, o dicho
directamente, a las putas.
En resumen, nunca le digas “horrorosa” a una mujer en Guayaquil, salvo que quieras irte de bofetadas.
Tinacos (Panamá): Una colega nos manifestó por
WhatsApp que estaba indignada porque en el hotel nadie le había cambiado
los tinacos. Se realizó un pequeño congreso virtual latinoamericano
para tratar de resolver a qué se refería con los “tinacos”, pudiendo ser
desde el champú que acompaña la tina del baño, hasta alguna especie de
receptáculo portátil para la orina similar a las bacinicas.
Pero no. Sucede que los tinacos son, simplemente, los cubos de basura. Al menos uno ahorra caracteres al escribirlo.
Cricos (El Salvador): Durante un viaje con lluvia,
mi colega salvadoreña me dijo que no veía nada así que pusiera los
cricos. La frase hizo tal corto circuito en mi mente que no sabía donde
conseguirle aquel helado con pelotitas de colores.
Tras algunos segundos de confusión, inferí que se refería a los
limpia-parabrisas. “¿Cricos? ¿De dónde sacaron ese nombre?”. “No sé,
siempre lo han tenido. ¿Que ustedes no les dicen así?”, se defendió.
“Mira, es una cosa que limpia-el-parabrisas… el nombre es algo obvio,
¿no?”. “¿Cómo le dicen ustedes en Venezuela?”, se viró mi colega
buscando solidaridad caribeña. “Limpia-parabrisas”, respondió ella
flemática.
Creo que debimos haber pasado media hora discutiendo cuál podía ser
el origen de semejante término. Porque de haberse llamado “Lame-vidrio” o
“Suaipers” (como castellanización del inglés), lo habría
entendido. ¿Pero “crico”? Aún me parece un misterio digno de ser
investigado por Salfate. Quizá sea un término reptiliano.
Esta noche cena Pancho (México): Okey, voy a hacer
abstracción de las circunstancias en que aprendí esta frase para
proteger a los (no tan) inocentes, pero tras escuchar a mis compañeros
en plena algarabía repetirla en diversas modalidades, mi curiosidad no
resistió.
“En México, eso significa que esta noche vas a tener sexo”, me dijo
en voz baja mi colega nicaragüense. “Te puedes imaginar al tipo llegando
a casa y diciéndole: ‘Mujer, prepárate porque esta noche cena Pancho’”.
Así que si eres una ingenua chilenita paseando por México y una noche
te invita a cenar Pancho, ten cuidado. O al menos, toma precauciones…
Verga (Venezuela): Y llegamos a la reina de las
palabras geográficamente exóticas. Así como para los chilenos “huevón”
puede ser desde una forma cariñosa de saludar a un amigo hasta una
manera de insultar a un idiota -dependiendo del tono en que lo digas- en
Venezuela, y específicamente en Maracaibo, la palabra de marras es… verga.
Allá “verga” no es un insulto, sino que se usa generalmente como un
comodín gramatical (igual que huevón), pero además para referirse con
aprecio a un evento o persona.
“Es muy común -nos explicaba nuestra querida amiga venezolana- que allá te juntes con un amigo y le digas ‘¡pero qué buena verga!’, como una forma de saludarlo o de celebrar un buen panorama”.
Sólo en ese momento mi semblante cobró seriedad para decirle: “Mujer,
si algún día vas a Chile, por favor no le digas eso a nadie, o será
difícil saber cómo termine la cosa”.
La advertencia está hecha.
Pero… ¿realmente hablamos mal los chilenos?
Cuando el intérprete me soltó que a los chilenos era a los que más costaba comprender -sin ningún atisbo de burla- intentó explicarlo en que, quizá, se debía a que nuestro país es el más alejado de todo el continente (Argentina al menos da hacia el Atlántico), por lo que muchos términos y formas de hablar pueden haberse quedado con nosotros con poca evolución desde los tiempos de los españoles (sobre todo, de los andaluces).
Lo que es evidente es que tenemos problemas para hacernos comprender. Durante mi viaje de 3 semanas, por más que me esforcé en hablar pausado y pronunciando correctamente cada consonante, bastaba pisar un poco el acelerador para que mis colegas me pidieran repetir lo que había dicho.
Y al parecer no soy el único que piensa así. Según un estudio profesor del departamento de Lingüística de la Universidad de Chile y delegado de la Fundéu BBVA, Darío Rojas, casi el 30% de los chilenos cree que en efecto, somos quienes peor hablamos en Latinoamérica, seguido por un 20% que cree que son los argentinos.
Por el contrario, 38% cree que los peruanos son quienes mejor representan la lengua de Cervantes, seguidos por los propios españoles, con un 29% y luego Colombia, con 10%.
Pero Rojas no está de acuerdo con estos resultados. Para el académico, los chilenos no hablamos mal, sino sólo diferente.
“En términos puramente lingüísticos, en Chile no se habla mal, se habla distinto. Si hubiéramos hablado mal habríamos dejado de comunicarnos así desde hace mucho tiempo”, indicó al diario La Segunda.
Para el lingüista, el problema deriva de la intención de Andrés Bello de estandarizar el idioma en América Latina tras la independencia de las ex colonias españolas, a fin de que no ocurriera lo mismo que con el Latín en Europa tras la caída del imperio romano.
“Bello quería evitar esto y estableció que el habla modelo fuera el de las personas cultas, lo que en Chile se asemejaba al lenguaje de la elite social y económica, por lo que la lengua que circula en Chile se convirtió en una excusa para el clasismo”, asegura Rojas.
Ciertamente hay clasismo en nuestra forma de hablar. Por el acento, entonación o modulación de nuestra lengua ya no sólo podemos saber la zona geográfica de donde proviene un chileno (como el cantadito “sí, sí” de los chilotes), sino también si tuvo una educación que le permitiera expresarse de forma más clara.
Ahora, de cómo tratemos a quienes hablan de una u otra forma… eso depende de nosotros.
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