El médico Rodrigo Martínez fue uno de los ex alumnos del colegio Saint George que en 1973 vivió un experimento inédito de integración social, que años después sería retratada en la película Machuca, de Andrés Wood. En esta columna recuerda cómo fue la experiencia educativa que obligó a niños de distintas clases sociales a trabajar en conjunto para aprender y la compara con la reforma educacional que se está llevando a cabo.
Aquel 5 de marzo de 1973 tuvo un ingrediente especial para todos los alumnos que asistimos al primer día de clases en el Saint George´s College. Muchos de nuestros antiguos compañeros no ocupaban sus puestos habituales.
Desde mi banco, traté infructuosamente de visualizar a Lyon y a Egaña; tampoco Irarrázabal parecía estar presente. Mi primera sensación fue de decepción. Tenía muchísimas ganas de contarles lo bien que lo había pasado en las vacaciones de verano. Tardé un poco en comprender que algo extraño ocurría, posteriormente tuve el presentimiento de que ya no volvería a verlos. ¡Pobre de mí! ¿Con quién jugaría fútbol en los recreos?
En reemplazo de mis queridos amigos, observé caras muy distintas. Posteriormente supe que los nuevos alumnos provenían, en su mayoría, de la Población El Esfuerzo. Un campamento marginal emplazado en la ribera sur del río Mapocho, cercano al sector de La Pirámide, lugar donde recientemente se había trasladado nuestro colegio.
La integración de alumnos de una población “callampa” a uno de los planteles educacionales más prestigiados del país había provocado gran revuelo entre un amplio sector de los apoderados, quienes raudamente habían retirado a sus hijos del establecimiento. Definitivamente, no estaban de acuerdo con el nuevo ordenamiento que pretendía instaurar el father Whelan, rector y miembro de la congregación Holy Cross.
Pero, ¿en qué consistía el ambicioso proyecto educacional que buscaban los curas de la Santa Cruz?
En primer término, perseguía terminar con la histórica segregación educacional existente en el país, integrando a alumnos de estrato social bajo, con otros provenientes de familias acomodadas.
Para hacer económicamente viable lo anterior, fue establecido un arancel escolar diferenciado. Los alumnos provenientes de familias de ingresos altos, debían cancelar un arancel mayor que los alumnos de escasos recursos. Es decir, se constituyó un régimen educacional de reparto: iguales beneficios educacionales, arancel concordante con la capacidad económica de los padres.
Recuerdo como si fuera hoy que la rebaja en mi arancel escolar puso muy feliz a mi madre. ¡Por fin podría pagar el colegio sin solicitarle ayuda económica a mi tía Nana que vivía en Washington!
Paralelamente a los cambios de índole económico, se organizó un revolucionario programa educacional sustentado en el aprendizaje cooperativo. Esto es, la enseñanza convertida en una experiencia colectiva, donde todos aportan en la medida de sus conocimientos, y donde resulta imperativo relacionarse con los demás para lograr el objetivo cognitivo.
Así fue como se estableció una malla curricular que incluía materias inéditas para un establecimiento de estas características. A la tradicional sala de clases donde se cursaban las asignaturas habituales, se agregó un enorme invernadero donde los alumnos debían en conjunto cultivar diversos tipos de hortalizas. Otros, en tanto, se dedicaron a criar animales de granja.
¡Tira la pelota, comunista! Me gritaron en un improvisado partido de fútbol organizado en el Club de Polo, con ocasión del cumpleaños de un primo. Recuerdo que me sentí muy avergonzado. Hoy entiendo que esos niños solo repetían lo que escuchaban de sus padres: “el Colegio Saint George se había convertido en un especie de kibutz, donde los alumnos pueden fumar, no usan uniforme, y deben convivir expropiadores con expropiados”.
Hoy, 42 años después, y cuando se plantea una reforma educacional que a todas luces no terminará con las grandes distorsiones que presenta nuestro sistema educacional, he llegado a comprender cabalmente la trascendencia del cambio que intentaron mis antiguos profesores.
Sin desconocer las enormes dificultades que se debieron sortear, la reforma implementada consiguió por primera vez una integración social real. Esta no hubiera sido posible sin el apoyo de un inteligente plan, el que transformó el proceso educativo en una experiencia colectiva. Esta integración social fue retratada años después en la película Machuca, producción cinematográfica realizada por Andrés Wood, ex alumno que vivió la experiencia.
Desde el punto de vista económico, la instauración de un régimen educacional de reparto es en la práctica un impuesto altamente eficiente, pues constituye un subsidio directo al necesitado, sin que este deba pasar por otras manos. Asimismo, el sistema propuesto hacía posible que los alumnos de escasos recursos accedieran a un plantel educacional de calidad reconocida.
En suma, sin leyes que la avalaran, la valiente y visionaria reforma educacional instaurada por un pequeño grupo de sacerdotes católicos corrigió, por un breve lapso de tiempo, todos y cada uno de los defectos del actual sistema de educativo chileno.
El final de esta historia es conocida por todos. Las clases se reanudaron a fines de septiembre del 73, dos semanas después del golpe militar que derrocó al gobierno constitucional. Nadie se atrevió a preguntar donde estaba nuestro querido father Gerald Whelan, y qué había pasado con su proyecto educacional. Su lugar fue ocupado por un interventor militar vestido de uniforme azul, el coronel Fach Osvaldo Verdugo Casanova.
En los actos de final de curso de ese año, el tradicional “If your proud of Saint George´s…”, fue reemplazado por el marcial himno de la Fuerza Aérea, “Con las alas enarcadas…”.
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