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Publicado: 30 .04 .2014
En el debate en torno
a la Educación Superior en Chile y su financiamiento, se han abierto
interesantes derroteros para el análisis de algunas hipótesis que se
difuminan en la marea de entelequias y clichés a los que estamos
acostumbrados.
Entre los 40 países con mayor PIB en el mundo –nuestro país
incluido–, no hay ninguno que tenga más del 40% de su población
concentrada en una sola ciudad como Chile. Ello nos lleva a la pregunta:
¿es posible, en las actuales condiciones, que una universidad de
regiones pueda proveer la mejor educación del país?
Sabemos que la universidad debe estar en directa simbiosis con la
generación de valor que se produce en el mercado. Cuando las 100
empresas más importantes de Chile tienen sus oficinas principales en
Santiago, ¿se puede romper dicho círculo vicioso o es una tarea de
antemano perdida?
Tomemos como ejemplo paradigmático el caso de la Universidad de
Concepción. Es la que más patentes obtiene al año en Chile –y se
entiende que en la economía del conocimiento, patentar es sinónimo no
sólo de provisión de bienes públicos sino de generación de valor para el
mercado nacional e internacional–. Sin embargo, en cualquier ranking,
siempre antes que ella tenemos la Universidad de Chile y la Pontificia
Universidad Católica. Si bien siempre se afirma que la eficacia de lo
que se ha dado en llamar modelo chileno estaría dada porque dentro de
las 10 mayores fortunas del país, la gran mayoría son inmigrantes
(Luksic, Matte y Paullmann lo son) lo que se omite es que al momento del
arribo de dichas familias de extranjeros a Chile las condiciones eran
radicalmente diferentes a las actuales: la universidad era gratuita, la
educación pública se encontraba en un notorio mejor estado que el actual
y la sociedad chilena estaba imbuida por un espíritu comunitario muy
distinto al individualismo actualmente imperante.
Se observa por parte del legislador una deliberada intención en el
espíritu tanto de la LOCE como de la LGE por demoler la educación
pública, bajo la engañosa premisa de que el Estado, al apuntalar a los
establecimientos públicos, estaría distorsionando la sana competencia
que debiera existir entre éstos últimos y los establecimientos privados.
Asimismo, la respuesta neoliberal de connotados intelectuales como José
Piñera a la problemática educacional es falaz, dado que traspasar la
inversión en educación a las familias en forma de un voucher
(lo que en parte se realiza hace más de 30 años con el sistema de
co-pago) y eliminar por completo la provisión estatal derivaría de todas
maneras en mayor segregación: las familias de mayores ingresos
añadirían al voucher estatal su propio aporte, contribuyendo
aún más al verdadero apartheid encubierto que vivimos en Chile, donde
mucho antes que pelear por los derechos sexuales y reproductivos de la
mujer o por los derechos civiles de los homosexuales, deberíamos luchar
por abolir la discriminación de facto en las entrevistas de trabajo
según color de piel, colegio de procedencia y pertenencia a algún grupo
religioso de élite o club privado.
Hemos asistido en el último tiempo a una verdadera pirotecnia
intelectual, donde se lograron instalar diversas ideas-fuerza, algunas
de ellas con mayor o menor correlato en la realidad. Se esgrime que
antes la educación universitaria era elitista, de baja penetración en la
población y extremadamente cara, pero esta idea olvida la circunstancia
de que las universidades estatales que verdaderamente funcionan en el
mundo lo hacen con economías de escala y teniendo 100.000 ó 200.000
alumnos.
Dado el panorama actual en nuestro país, habría que cuantificar en
términos del impacto que tendría eso sobre las universidades estatales
de regiones –hay varias decisiones interesantes que podrían desprenderse
de esa arista, por ejemplo si por la vía de crear universidades el
Estado podría influir en la distribución demográfica a largo plazo o en
levantar economías alicaídas regionales, etc.–. También tener en cuenta
el espinudo asunto referente a que la Universidad de Harvard –modelo de
universidad puesto como el epítome del triunfo de una universidad
privada por sobre las universidades estatales en Estados Unidos– no
recibe ni un solo peso del Estado y si en dicho esquema las
universidades privadas del actual sistema chileno serían viables (más
allá de la Universidad Gabriela Mistral y la Universidad de los Andes). Y
habría que debatir qué mecanismo es el más adecuado para garantizar un
correcto uso de los recursos públicos y cautelar que los alumnos que
actualmente se instruyen en las universidades privadas no queden a la
deriva. Por ejemplo, en caso de que la provisión del sistema
universitario chileno fuera estatal: ¿habría que expropiar la PUC, la
UDP y otras?
Ojalá a futuro no suceda que, si tuviéramos que graficar el aporte
del Estado por nivel etario, nos encontremos con la sorpresa de que éste
fuera una pirámide invertida, cuya base representaría el gasto en
educación universitaria y cuya minúscula cúspide representaría el gasto
en educación pre-escolar. Fortalecer la educación universitaria no puede
significar descuidar la educación pre-escolar, puesto que las familias
de escasos recursos adolecen de capital cultural, lo cual coloca a esos
niños en evidente desventaja desde un principio. Las desigualdades no se
corrigen al final, sino desde el origen.
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