31 de marzo de 2014
Ya nadie recuerda con cariño esa foto del año
2007 donde Michelle Bachelet, sus ministros, los líderes de su coalición
y la oposición de los acuerdos, “se tomaron de las manos y cantaron el
himno nacional”, como señaló la prensa de la época, emocionada (la
prensa) por la altura de miras de una clase política responsable y
madura que guardaba debajo de una adornada y cara alfombra el problema
de la educación y su movimiento social consecuente. Por entonces se daba
por terminado el asunto “pingüinos”, quienes pasaban al archivo en un
cajón, en aquel mueble donde se colecciona el ‘control social’ y la
‘paz’, más bien este último don, la hermosa ‘paz’, cuyo hermoso nombre
suele reemplazar el mucho más oscuro rótulo de rentabilidad comercial
(la rentabilidad bélica se llama, en cambio, ‘justicia’).
Ya nadie se acuerda que había sido tan difícil terminar con la Ley
Orgánica Constitucional de Enseñanza –emitida el penúltimo día de la
dictadura–, que había razones para celebrar. Pero no llamó demasiado la
atención que también celebrase la derecha en la misma sala, con las
mismas manos, hechos todos uno. A poco andar fue comprendido con
claridad por la ciudadanía. La educación quedaba tal cual estaba, pero
más legitimada. La LGE era una versión mejorada de la LOCE. El sistema
de créditos sólo profundizaba más el modelo. El rediseño era una parodia
de rediseño, la transformación era una parodia de una transformación.
La solución de Bachelet al conflicto pingüino fue inyectarle legitimidad
ritual al sistema, otorgándole algunos años más de rutilante y
financiera operación. Los mecanismos de regulación no regularon.
Frente a la educación gratuita o el subsidio a la demanda, la Nueva Mayoría optó por… ambas cosas. En un absurdo de proporciones planetarias, se ha dejado un mercado educativo privado (o con proveedores públicos que son tratados como privados) al que se le ha añadido la pretensión de educación gratuita universal con cargo al Estado. Es decir, es un mercado privado al que le concurre un subsidio para el total de sus precios.
Los bancos y las universidades pasaron a financiarse al carísimo
precio de siempre no sólo por las familias, sino además por el Estado (o
sea, las familias en forma de IVA). La herida era la misma, pero el
dolor era más invisible y difícil de localizar. Pero la elite celebraba.
Y su error fue hacer públicos sus festejos. Por eso ya nadie recuerda
con cariño ese hermoso día para el sistema político, porque saben que
nunca debieron tomarse de las manos y mostrarse como un solo cuerpo.
Hoy todos dan la espalda a esa foto y a las soluciones que flotaron
alrededor de ella. Aunque nadie ha pedido perdón, como Huenchumilla con
la cuestión mapuche; la vergüenza es prueba suficiente. Pero si bien la
foto fue un exceso de confianza, el método sigue siendo válido… al menos
es lo que piensan en la Nueva Mayoría. La propuesta de educación
gratuita de Michelle Bachelet se inspira en el mismo espíritu: mantener
el sistema (todo lo que se pueda) e inyectarle legitimidad (toda la que
se pueda). Es decir, conservar el modelo educativo en la medida de lo
posible. La crisis es tan mayúscula que ya no basta con inyectar
legitimidad ritualmente. De hecho, esa vía para la Nueva Mayoría parece
desechada, a tal punto que el cambio de mando fue poco más que la compra
de una casa en una notaría. Pero se trata de lo mismo. En este caso, la
idea es inyectar legitimidad socialmente, producir una escena
suficientemente parecida al deseo de los ciudadanos, una escena que sea
irrefutablemente aceptable, sin importar si esconde una falsedad, un
absurdo e incluso una crisis futura. Todo vale.
El programa de Michelle Bachelet ofrece básicamente ‘educación
gratuita’ en tanto cada persona individual no desembolsará del ingreso
del hogar el pago por su educación, avanzándose en esa ruta a seis años
plazo. Para eso pide una Reforma Tributaria. Cada institución que cumpla
ciertos requisitos (muy básicos) podrá acceder a este régimen. Esto es
lo que cada ciudadano sabe y es lo que le importa: la costosa educación
chilena remitirá y dejará paso a una educación gratuita. La deuda
financiera por educación se irá extinguiendo.
Formalmente, se trata del sueño de los estudiantes y sus familias
cumplido por Bachelet, Eyzaguirre y la Nueva Mayoría, no como esa
Concertación traidora, como ese (otro) ministro Eyzaguirre bancario, no
como esa (otra) Bachelet que dio la espalda a los estudiantes hace ya
casi una década. Una cosa muy distinta. Brillante jugada que termina con
la guinda de la torta: “Entendemos la marcha como un apoyo al
programa”, pronunció Michelle Bachelet, desarticulando la primera escena
de sociedad en movimiento que su gobierno sufriría y que, ahora, más
bien gozará al verla sin eje, mustia, como una marcha existencialista
que reflexiona sobre el alma humana. Sin embargo, la verdad es muy
distinta: no es la marcha un apoyo al programa, más bien es el programa
una réplica paródica de las demandas de las marchas. Las razones son las
siguientes:
El modelo educativo chileno es de subsidio a la demanda. Es
decir, hay un mercado educativo con precios en competencia al cual
concurren los estudiantes y, en ese marco, van recibiendo apoyo de
fondos públicos para subsidiar sus dificultades en el pago o para
otorgar créditos, enlazados con los bancos, a los que en ocasiones el
Estado concurre para garantizarles la ausencia de riesgo en dichos
créditos. Esto es lo que llamamos en general el modelo económico chileno
y que se traduce en una educación de mercado, incluso
independientemente de si se concede legalmente la posibilidad de lucrar o
no. Un modelo de subsidio a la demanda es necesariamente un complemento
de fondos públicos para las fallas de mercado que pueda generar la
lógica privatizadora de la educación. Por definición, un subsidio a la
demanda es un complemento.
Los modelos educativos con educación gratuita universal están basados en subsidios a la oferta,
esto es, financiamiento a las instituciones que albergarán grandes
masas de estudiantes. Su fundamento es que el bien ‘educación’, cuando
se mercantiliza, opera en un escenario con bajísima información
confiable para el consumidor (el estudiante no sabe si lo que recibe es
de calidad hasta bastante tiempo después de recibirlo). Por eso se busca
construir. Normalmente se trata de entidades públicas (estatales o
privadas nacidas de acciones ciudadanas, como ocurrió en Chile con la
Universidad de Concepción o la Universidad Austral, por ejemplo) o
entidades privadas sin grupo controlador y sometidas a estrictos
criterios públicos (elecciones de sus autoridades, ausencia de
orientaciones ideológicas, por ejemplo). La idea de tener un sistema
educativo con gratuidad es sacar a las instituciones del mercado, de
hecho, se intenta que colaboren y no compitan. Los economistas saben que
‘ir’ al mercado es caro, que tiene costos de transacción. Las
instituciones gastan dinero en cuestiones no educativas cuando están en
el mercado: publicidad, por ejemplo. Además, una menor cantidad de
universidades con más estudiantes permite grandes economías de escala en
infraestructura y bienes básicos, como libros, laboratorios, convenios
con proveedores electrónicos de publicaciones, talleres, en fin.
Cuando los estudiantes plantearon la ‘educación gratuita’ y el fin
efectivo del lucro en la educación, establecieron una fractura con la
visión de Piñera y su criterio de educación como ‘bien de consumo’. La
demanda estudiantil y lo que la sociedad piensa cuando habla de una
educación en tanto derecho es justamente contar con un sistema educativo
que esté ajeno a las dinámicas del mercado. Es la vieja disyuntiva de
la ‘educación como derecho’ y la ‘libertad de enseñanza’; la primera,
defendida históricamente por quienes (desde distintos bandos políticos)
creen en la educación pública y laica; la segunda, defendida
históricamente por aquellos que creen en la educación privada y
religiosa. Esta vieja querella ha estado siempre en la historia de Chile
desde que la Iglesia Católica diagnosticó que la ruta de la educación
pública (la Universidad de Chile, por ejemplo) alteraba su control
ideológico sobre la sociedad y fundó su propia ruta. Por eso no es raro
que en el nombre de la libertad de enseñanza, nacida para dar ‘variedad’
al sistema educativo, prácticamente lo único que haya de diferencia de
oferta respecto a los establecimientos públicos sean colegios católicos,
universidades confesionales con o sin reconocimiento eclesial y
orientaciones intelectuales hacia el emprendimiento, que en realidad son
disposiciones actitudinales que no han demostrado tener incidencia en
el desarrollo del país, para decir elegantemente que son inútiles. Es
decir, se trata de construir inútiles y conversos.
La historia es clara. Esta disyuntiva entre libertad de enseñanza y
derecho a la educación tuvo normalmente fuertes triunfos de la educación
pública y esa tendencia sufrió una radical transformación en dictadura,
donde fue arrasada la estructura organizacional pública y donde el
sistema educativo fue convertido en el más privatizado del mundo (uso
para este juicio los datos de uno de los principales defensores del
modelo educativo, José Joaquín Brunner). Este sistema fracasó al generar
una educación de baja calidad y alto precio, con altos niveles de deuda
y una estructura operacional irracional. Es lo que estalló en forma de
crisis política en 2006 y luego en 2011 (aunque la crisis social es
anterior y se mantiene).
Frente a este escenario el gobierno de la Nueva Mayoría se ha
pronunciado como solía hacerlo antes de cambiarse el nombre: para hacer
tortillas basta el diálogo con los productores de huevos. Por supuesto,
siempre se romperá ‘algún huevo’, más conocido como el ‘huevo
expiatorio’ (cerrarán un par de universidades), pero sólo con el fin de
otorgar apoyo al resto de los productores de huevos. Frente a la
educación gratuita o el subsidio a la demanda, la Nueva Mayoría optó
por… ambas cosas. En un absurdo de proporciones planetarias, se ha
dejado un mercado educativo privado (o con proveedores públicos que son
tratados como privados) al que se le ha añadido la pretensión de
educación gratuita universal con cargo al Estado. Es decir, es un
mercado privado al que le concurre un subsidio para el total de sus
precios.
No es fácil encontrar antecedentes en la historia económica del
planeta ni del sistema solar. Es carísimo, no tiene economías de escala,
es justamente lo que busca evitar la lógica de subsidio a la demanda
(evitar pagar toda la educación), es justamente lo que intenta evitar el
subsidio a la oferta (hacer un mercado educativo). ¿Qué tiene de bueno?
Que formalmente es educación gratuita: nadie se meterá la mano al
bolsillo para pagarle a una entidad educativa, a menos que desee
hacerlo. ¿Qué tiene de mejor? Los inversionistas privados se sienten
felices: un mercado enteramente subsidiado por el Estado, un capitalismo
sin riesgo. ¿Qué tiene de mucho mejor? Legitimidad por montones,
felicidad en las casas, años más de gracia frente al pueblo,
tranquilidad en las calles, paz social para la inversión. El mundo
feliz, la verdadera democracia de los acuerdos (eso que la gente cree
que es la izquierda con la única derecha importante, que es el
empresariado). Una maravilla.
¿Y qué tiene de malo? Primero, que es lo que llamamos “una réplica
paródica” de las demandas ciudadanas de ‘educación gratuita’, forma
elegante de decir que es como una broma, pero muy cara (llegaremos a
tener un gasto en educación de un cuarto o un tercio del presupuesto
nacional) y que tiene pretensiones de seriedad (una broma sin conciencia
de clase).
En segundo lugar, se trata de gastar enormes sumas de dinero en una
reforma al financiamiento que no altera nada sustantivo del sistema
educativo que ha fracasado. En rigor, después de esta reforma al
financiamiento, aún no habremos hablado ni media palabra de educación
como proyecto del país.
La Nueva Mayoría se dirige nuevamente a revivir ese pasado que,
aunque la condujo a la crisis de la Concertación, le permitió navegar
durante años en medio de las aguas turbulentas de lo social y las aguas
demandantes de lo empresarial. Hoy el desafío parece ser más difícil.
Pero también han diseñado herramientas superiores dentro de la misma
fórmula. Quizás tengan éxito. Pero eso nunca se sabe. Lo que sí es
evidente es que deben recordar una vieja máxima: todo tiene un límite.
Se puede pensar como ustedes quieran: operacionalmente, políticamente,
éticamente. Sea como sea, todo tiene un límite. Y quizás su exploración
ya está demasiado cerca de él.
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