Los
autores de esta columna abordan la abstención registrada en la segunda
vuelta de la elección presidencial y postulan que Chile enfrenta un
nuevo ciclo político en que la participación ciudadana no podrá
restringirse únicamente al voto. A su juicio, deben adoptarse nuevos
canales para la expresión de la soberanía, tales como la iniciativa
ciudadana de ley, el plebiscito, la deliberación ciudadana en el proceso
constituyente, la elección directa de autoridades regionales y la
autonomía político-económica de las provincias: “Si la consagración de
la ciudadanía política a través del sufragio universal fue una lenta
conquista en los siglos XIX y XX, el reencantamiento y la participación
democrática será el nuevo desafío”.
Había dejado de llover, pero nada hacía prever
que las cívicas esperanzas del presidente llegaran
a ser satisfactoriamente coronadas por el contenido
de una urna en la que los votos, hasta ahora, apenas
llegaban para alfombrar el fondo. Todos los presentes
pensaban lo mismo, las elecciones eran ya un tremendo
fracaso político.
José Saramago, “Ensayo sobre la lucidez”.
¿EL TRIUNFO DE LA LUCIDEZ?
En su Ensayo sobre la lucidez, José Saramago narra un
proceso electoral desolador. Se trata de una historia infausta en la
cual los electores apenas concurren a las urnas, donde los presidentes y
vocales de mesa se muestran abrumados por el fatídico momento político
que viven y donde el gobierno y los partidos políticos no encuentran
respuestas e intentan explicar lo inexplicable con razones absurdas: “El
segundo elector tardó diez minutos en aparecer, pero, a partir de él,
si bien con cuentagotas, sin entusiasmo, como hojas otoñales
desprendiéndose lentamente de las ramas, las papeletas fueron cayendo en
la urna. Por más que el presidente y los vocales dilataran las
operaciones de verificación, la fila no llegaba a formarse, se
encontraban, como mucho, tres o cuatro personas esperando su turno, y de
tres o cuatro personas nunca se hará, por más que se esfuercen, una
fila digna de ese nombre. Cuánta razón tenía yo, observó el delegado del
pdm, la abstención será terrible, masiva, nadie conseguirá entenderse
después de esto…”.
Al igual que esta historia de ficción demasiado parecida a la
realidad, el desenlace de la segunda vuelta del pasado 15 de diciembre
ha dejado una serie de efectos previsibles que tanto los políticos como
los “analistas” -Patricio Navia, Alfredo Joignant, Mauricio Morales,
Cristóbal Bellolio, entre otros- han interpretado con sorprendente
histeria intelectual. La contundente victoria de Michelle Bachelet, el
mediocre resultado de su contrincante Evelyn Matthei y particularmente
el bajo nivel de participación, todo se sabía desde mucho antes; sin
embargo, las lecturas políticas del resultado electoral carecen de esta
claridad.
Utilizando los resultados electorales para torcer la historia a su
favor o para reafirmar tesis que estaban preconcebidamente asumidas como
dogmas, los analistas han estado más preocupados de entronar con
optimismo a los vencedores y anunciar una muerte prematura de los
derrotados, que de comprender las tensiones y conflictos del escenario
político que se abre de aquí en adelante. Pero los resultados
electorales no permiten establecer juicios tan tajantes y deterministas
en un horizonte político incierto y contingente.
Efectivamente, hay dos lecturas totalmente contrarias que se podrían
deducir de la reciente elección presidencial. Por un lado tenemos la
visión de la ultraizquierda, que ha promovido la abstención con la
consigna “No presto el voto”. Su fuerte presencia en el movimiento
estudiantil, tanto entre estudiantes universitarios como secundarios, ha
instalado una idea tomada del anarquismo: no votar representa una
radical disconformidad con el proceso político actual y un clamor
fervoroso por las grandes transformaciones.
Pero, también es posible una lectura contraria, que la derecha más
conservadora no tardó en desplegar para eximirse de las críticas que
señalan que el relato que ampara sus ideas tiene una resonancia cada vez
más disminuida. Un nítido ejemplo de lo que mencionamos son las
palabras del senador de la UDI Jovino Novoa, que ha declarado que la
alta tasa de abstención es “una señal clara de que una inmensa mayoría
de los chilenos está contenta en el país que vive”. Desde esta mirada,
el acto de no votar no significaría una protesta contra la carencia de
grandes transformaciones políticas, sino una simple muestra de que los
grandes cambios no son ni deseados ni necesarios.
La
tesis conservadora de que el abstencionismo demuestra una satisfacción
con el estado actual de las cosas, donde la gente prefiere concurrir a
los centros comerciales a comprar -participando así en la orgía
consumista- en lugar de sumarse a la “fiesta democrática”, tiene una
trayectoria tan larga y errática como la tesis anarquista. De hecho, los
fundamentos de esta idea vienen de Jaime Guzmán, quien argumentó hace
muchos años que “la estabilidad de una democracia puede medirse por la
tranquilidad con que el ciudadano medio espera los desenlaces
electorales, seguro de que su destino personal y familiar no se verá
sustancialmente afectado. Cuando, en cambio, los cómputos se aguardan
con la angustia de saber que en ellos se está jugando dramáticamente la
esencia de tal destino, el quiebre de esa democracia se encuentra ya
sentenciado”.
Guzmán, jurista e ideólogo del modelo político-constitucional
vigente, proponía la falta de interés por los resultados electorales
-donde el abstencionismo era una consecuencia lógica de ese fenómeno-
como un proyecto político o una meta que, finalmente, la derecha
conservadora sí pudo lograr. Paradójicamente, la ultraizquierda y la
derecha conservadora están de acuerdo en el mismo diagnóstico
descriptivo: las elecciones no cambian nada importante si se confirma
que, de acuerdo a lo señalado por el mismo Guzmán, “las alternativas que
compiten por el poder no sean sustancialmente diferentes”. La
diferencia marcada por Guzmán, fiel representante de la oligarquía
chilena, es su evaluación positiva de esta situación y su defensa de una
idea de elecciones que no debe afectar el destino personal o familiar.
Mientras que para los sectores más desfavorecidos, la idea de una
elección que no cambia nada y donde no hay ninguna posibilidad de
redistribución de la riqueza nacional se evalúa negativamente porque
termina por desvirtuar y dañar la democracia.
A la hora de formular políticas públicas para el futuro resulta
imposible pasar por alto estas dos visiones de la abstención y no
considerar las virtudes específicas de otros sistemas electorales, como
el venezolano, que, con voto voluntario y enfrentando un constante
ataque a sus instituciones en un contexto altamente polarizado, alcanza
una participación de 80% gracias a la implementación, entre otras cosas,
de una serie de medidas que lo han convertido en uno de los más
participativos de América Latina: el día de las elecciones hay gratuidad
en el transporte público, mientras que los centros comerciales deben
permanecer cerrados conforme a la ley.
La participación en los procesos electorales es un derecho. Por lo
tanto, ejercer o no un derecho cívico, como votar en las elecciones,
debe ser una decisión libre y soberana de cada ciudadano y ciudadana.
Siempre será deseable que la participación política aumente, pues la
democracia exige que la mayor parte de los potenciales electores decida
quién debe tomar las riendas de un gobierno. Pero, para que ello suceda
debe primar en cada uno de esos electores un compromiso cívico que los
mueva a participar en el juego de la democracia representativa. Sin
embargo, como muchos lo hemos reafirmado desde algunos años atrás, es
necesario crear una cultura cívica cuyo objetivo sea también promover la
participación responsable. Es por ello que el voto voluntario debe ir
acompañado de un proyecto que implemente un programa educativo -en la
educación básica y media- de valoración de la democracia, que promueva
el compromiso de la ciudadanía con la construcción de una comunidad
política en la cual puedan sentirse partícipes. En el mismo sentido, el
plebiscito vinculante sería otro mecanismo concreto con el cual los
electores sentirán que el voto puede cambiar en alguna medida las
condiciones de su existencia política y social.
Siguiendo un camino de profundización de la democracia a través del
perfeccionamiento e implementación de estos y otros mecanismos políticos
(representativos y participativos) podría aumentar proporcionalmente la
participación electoral. Sin embargo, el paso necesario para lograr
estos objetivos requiere el reemplazo del sistema electoral binominal
por un sistema proporcional que aumente la diversidad partidaria y
termine con los forzosos equilibrios y privilegios del duopolio
político. En definitiva, el cambio al régimen de inscripción electoral
debe ir acompañado de una reforma general al sistema electoral, tarea
que los gobiernos anteriores no han querido cerrar, puesto que, sumando y
restando, el sistema binominal les trae más beneficios que perjuicios.
A pesar de la baja participación, el restablecimiento de la
obligatoriedad del voto es una medida desesperada para intentar que los
apáticos y críticos del sistema regresen a las urnas sin considerar los
efectos más profundos del desencantamiento democrático. Si la política
falla en su intención de convocarlos por la vía electoral ¿por qué
habría que obligarlos a participar en un sistema que hasta ahora da
muestras de una debilitada representatividad?
La participación electoral aumentaría si se incluyeran nuevos
mecanismos políticos de democracia directa que compensen el principal
déficit del régimen representativo: un Parlamento cada vez más débil
deliberando a espaldas de la ciudadanía. Como lo demuestran las
experiencias de Suiza, Uruguay y Argentina, estos mecanismos fomentarían
un involucramiento efectivo de la ciudadanía en el proceso legislativo y
se revertiría con ello la creciente desafección ciudadana de los
procesos electorales. Pasaríamos, de esa manera, a un sistema
democrático mixto que no sólo fijaría la iniciativa legislativa en una
esfera netamente representativa, sino que expandiría su campo de acción
hacia una esfera cada vez más participativa y menos dependiente de la
agenda del Poder Ejecutivo.
¿UN NUEVO CICLO POLÍTICO?
En un escenario incierto, todos -con diferentes grados de vehemencia-
se sienten y se declaran ganadores. A pesar de que el 45% de los votos
no permitió el pronosticado triunfo en primera vuelta de su candidata,
el bacheletismo había proyectado para el 15 de diciembre la conformación
de una mayoría electoral incontestable que ahora ha sido puesta en
cuestión por el abstencionismo. En la derecha, las voces más
conservadoras también intentan encubrir su fracaso electoral ufanándose
del supuesto desinterés de los electores por la campaña ciudadana a
favor de una Asamblea Constituyente. Desde la orilla del progresismo no
alineado con los grandes conglomerados políticos se jactan,
prematuramente, del triunfo de sus ideas a partir del aparente consenso
programático que estas suscitarían en una Nueva Mayoría que aún está en
deuda con quienes se sienten defraudados por los candidatos de la
primera vuelta y hastiados de los partidos. En la vapuleada izquierda el
llamado a no votar se convirtió en el grito anómico y desesperado de un
proyecto alternativo al modelo neoliberal que tampoco logró convocar a
los electores ni hacer eco entre los críticos más moderados.
Tanto el triunfalismo avant la lettre de los partidos de la
Nueva Mayoría como el naufragio de la derecha y el voluntarismo moral de
la izquierda muestran que ningún sector se ha hecho cargo de las
potentes señales que indican que la crisis económica y social, que
comienza a recrudecer en todo el mundo, invita a reconsiderar en
profundidad la manera con la cual una nación como Chile va a concebir
sus nuevas formas de organización política y de regulación de sus
esferas normativa y económica. El telón que bajó tras la mal llamada
“fiesta de la democracia” nos muestra la necesidad de salir del frenesí
maniqueísta de triunfadores y derrotados, para pensar más profundamente
los términos en que se llevará a cabo la prometida gran transformación
de la vida política chilena.
Frente a esta encrucijada el futuro gobierno de Michelle Bachelet se
encontrará con un acertijo. Estamos frente a un resultado electoral que
se puede leer de dos maneras contradictorias y no hay manera de saber si
la tesis de la ultraizquierda o la derecha conservadora alcanzarán con
el tiempo mayor o menor verosimilitud. Con todo, la mera existencia de
esta duda podría dar sustento a los argumentos de la izquierda: el
sistema representativo ha fallado en su tarea de comunicar a la elite
gobernante con las opiniones e inquietudes de la sociedad. El objetivo
de una elección es entregar una orientación y una legitimidad al futuro
gobierno, pero con una abstención tan amplia las orientaciones de la
mayoría del electorado siguen siendo un misterio.
Ante este dilema, la legitimación del sufragio universal como forma
de expresión privilegiada de la democracia representativa deberá hacer
frente a la creciente demanda de nuevos mecanismos de democracia
directa. Empero, estos mecanismos serán objeto de múltiples resistencias
entre las fuerzas conservadoras -tanto en la derecha como en la
centroizquierda- que intentarán mantener el statu quo. En
tanto, la izquierda deberá movilizarse hacia la reinvención de un modelo
de sociedad lejos de los fantasmas del socialismo del siglo XX si
quiere presionar al establishment para mover las fronteras de
lo posible. Como es difícil saber a ciencia cierta lo que quieren los
electores, una transformación de la institucionalidad política podría
aclarar si las transformaciones imaginadas se dirigen a la esfera
económica y social o si buscan mantener el sistema neoliberal heredado
de la dictadura y legitimado en esta democracia que tanto valoraba Jaime
Guzmán.
Frente a esta coyuntura, Bachelet tendrá una segunda oportunidad de
consolidar un programa cuyo eje central será alcanzar una verdadera
revolución en la educación pública y una serie de reformas efectivas al
sistema tributario y laboral. Quedará por constatar si su obsesión por
la gobernabilidad pondrá o no en conflicto la relación entre las
diferentes sensibilidades políticas que conforman la Nueva Mayoría, las
expectativas de su programa, la presión de la izquierda y los
movimientos sociales y, por otra parte, las resistencias y negociaciones
que podría entablar con la centroderecha más liberal y con los
parlamentarios independientes. Su apoyo o rechazo a la conformación de
una Asamblea Constituyente será la prueba de fuego para evaluar si su
gobierno moderará las expectativas o permitirá que estas se sitúen en un
horizonte de reivindicaciones que va desde el matrimonio igualitario
hasta la nacionalización de ciertos recursos naturales. El nuevo
gobierno de Bachelet deberá sortear también la resistencia de una de las
evidencias más problemáticas que ha dejado la pasada elección, a saber,
el desencantamiento democrático; ese extraño fenómeno en el cual la
sociedad ve nacer y triunfar a la democracia, para luego experimentar un
sentimiento difuso y latente de decepción que reivindica a posteriori la necesidad imperiosa de reinventarla.
Una transformación radical de la institucionalidad política, como la
que proponen los defensores de una Asamblea Constituyente, permitiría
una participación política que podría arrojar resultados favorables a la
mantención del modelo actual, pero también podría mostrar que hay una
justa demanda democrática para cambios profundos que podrían limitar el
hiperpresidencialismo y el poder omnímodo del libre mercado sobre los
ciudadanos.
Si la derecha impide una consulta ciudadana para aprobar o rechazar
estos cambios, terminará enfrentándose irremediablemente a la
encrucijada de un cambio “por las malas”, idea acuñada por Fernando
Atria ante el escenario de un eventual bloqueo político, donde la
izquierda utilizaría un mecanismo capaz de medir su fuerza y popularidad
frente a la derecha. Esas condiciones tensionarían aún más el escenario
político chileno obligando a la derecha a enfrentar su más grande
temor: la posibilidad de un quiebre institucional fuera de los
mecanismos políticos y constitucionales manejables. De esta manera, si
la derecha pretende legitimar las bondades del modelo frente a sus
críticos y evitar una impensada pesadilla revolucionaria, su única
opción será apoyar la reconstrucción de las instituciones democráticas y
la transformación política, pues de lo contrario “they´ll have only themselves to blame”.
UNA DEMOCRACIA PARA EL SIGLO XXI
Si el siglo XIX chileno se caracterizó por la instauración de una
democracia representativa con sesgos culturales y censitarios evidentes y
el siglo XX consagró un sufragio universal extensivo a la mayor parte
de la ciudadanía, el siglo XXI estará marcado por la búsqueda de una
democracia participativa que abrirá nuevas vías para una soberanía del
pueblo cada vez más compleja y exigente. La puesta en práctica de una
nueva forma de democracia podría desvanecer la concepción monista de lo
político, que presupone que el voto es el único principio de formación
de la soberanía y que la expresión de la voluntad general es la
anulación de las sensibilidades que no fueron electas en las urnas.
Para la soberanía monista, la mayoría y la unanimidad entregada por
la victoria en las elecciones es la figura normal y deseable de la
expresión social, mientras que las diferencias son percibidas como una
especie de patología social que niega la posibilidad de alcanzar la
gobernabilidad sin polarización. Esta visión paranoica de la democracia,
que reduce la discusión y el debate a demagogia y división, encuentra
la única solución en la eliminación de las diferencias a través de la
homogeneización neoliberal de la política y es la esencia de la visión
que Guzmán desarrolló y consagró en el ADN de la Constitución de 1980.
A contrario sensu, la soberanía compleja dejará en evidencia que el
voto no es más que uno de los modos de expresión de las preferencias y
las voluntades y que si bien los representantes del pueblo seguirán
siendo los elegidos legítimamente a través del voto, ya no podrán seguir
siendo considerados como ventrílocuos de los intereses ciudadanos. De
esta manera, la expresión de la soberanía en las diferentes instancias
democráticas -elecciones parlamentarias, presidenciales, referéndums y
plebiscitos constituyentes- lejos de significar la clausura de los
procedimientos del imperativo democrático podrá representar la apertura,
en el corto y mediano plazo, de un proceso multiplicador de las
libertades políticas y de las oportunidades sociales en un nuevo orden
constitucional y económico al servicio del máximo ideal republicano: el
bien común.
Más
allá del triunfo incuestionable de Bachelet, la alta abstención, la
desconfianza y la desafección política se han entronizado en esta
elección, dejando al pueblo -origen de la legitimidad de todo poder
democrático- en los bordes del sistema político. En este escenario, la
elección no garantiza más que la conformación de un gobierno que deberá
estar al servicio del interés general, puesto que el veredicto de las
urnas marcado por un 59% de ciudadanos abstinentes ya no podrá ser el
único eslabón de la representatividad política del futuro.
La lectura autocomplaciente de que esta abstención es un fenómeno
global o el resultado inevitable de una modernización capitalista que
siembra una “cosmovisión” individualista, donde la política pasa a ser
una cuestión de menor importancia, argumenta que el voto voluntario fue
un error y que una simple corrección institucional resolvería el
problema. Sin embargo, la evidencia internacional y regional desmiente
esta falacia: la falta de participación es más bien un fenómeno chileno
que empezó mucho antes del voto voluntario, pues la caída en la
participación empezó en la década de los 90. Conjuntamente, la gran ola
de apoyo a Barack Obama muestra que incluso en las economías
capitalistas más avanzadas la participación puede ser alta, mientras que
la tan criticada República Bolivariana de Venezuela logra niveles de
participación de 80% con voto voluntario. Claramente, el problema no es
el voto voluntario, sino el conjunto de instituciones políticas que han
generado un sistema democrático que no estimula el interés del chileno
promedio.
Por supuesto, algunos seguirán diagnosticando la anomia local o
culparán a la desidia, a la falta de cultura cívica y a la
irresponsabilidad como causas de la abstención. Sin embargo, las
protestas sociales y los debates políticos en diferentes espacios no
institucionalizados, revelan la existencia de una sociedad con
compromiso político, pero sin fe en la institucionalidad.
Así, la gran derrotada de esta elección ha sido la visión
conservadora de una democracia limitada que se asemeja de manera
sorprendente a una concepción jacobina donde lo público es absorbido por
los representantes y lo político por la institucionalidad. Esta
vapuleada concepción democrática, que ha elegido una candidata ganadora
con 3.468.389 votos en un universo de electores que supera los 13,5
millones, no solo ha llevado a absolutizar la separación del espacio
privado y el espacio público, sino también la separación del voto y la
opinión pública a través de un irreconciliable diálogo de sordos.
Actualmente, tanto la democracia como la noción de lo público se
encuentran profundamente devaluadas.
Esta coyuntura de mutación política ha dado muestras de su existencia
en esta elección y ahora solo resta saber si las instituciones y
autoridades electas seguirán los cursos constitucionales convencionales o
se atreverán a experimentar un nuevo arte de gobernar más atento a los
ciudadanos y a las situaciones particulares de sus demandas.
Si la consagración de la ciudadanía política a través del sufragio
universal fue una lenta conquista en los siglos XIX y XX, el
“reencantamiento” y la participación democrática será el nuevo desafío
para el futuro. De esta manera, la tarea para los próximos cuatro años
no será otra que intentar develar los resortes e implicaciones de un
proceso contrademocrático en el cual -si seguimos a Pierre Rosanvallon-
será necesario reinventar la legitimidad democrática con nuevos y más
incentivos a la participación, entre ellos, mecanismos de democracia
directa, promoción de iniciativas ciudadanas de ley, elección directa de
autoridades regionales, descentralización y autonomía
político-económica de las provincias y una contribución efectiva de la
ciudadanía en la deliberación de un proceso constituyente hasta ahora
impensado.
Así, se pasará de una democracia representativa obsesionada por la
gobernabilidad a una democracia con nuevos mecanismos de participación
cuyo objetivo será organizar la vida en común a través de una nueva
regulación normativa de la distribución de los derechos y bienes de toda
la nación.
Cuando Marx reflexionó sobre el 18 brumario de Luis Bonaparte,
explicaba que la historia se repite dos veces: primero como comedia y
luego como tragedia. Solo el tiempo dirá si este segundo gobierno de
Bachelet se alejará o no de este trágico tipo ideal del reformismo
político del siglo XIX.