Opinión
Publicado: 26.09.2012
Chile
es uno de los países de la OCDE con menor aporte público para financiar
el gasto en salud. Son los pobres los que, proporcionalmente, hacen el
mayor esfuerzo para sostener ese gasto. Así lo demuestran con diversos
indicadores los autores de esta columna, quienes resaltan que una de las
áreas más deficitarias en este rubro es la salud mental. Los chilenos
sufren cada vez más problemas como la depresión y la ansiedad, que
impactan en la productividad económica por la incapacidad laboral que
generan. A juicio de los columnistas, la ausencia de políticas públicas a
la altura de las necesidades hará que -tal como ya acontece con la
demanda por más y mejor educación- los ciudadanos comiencen a
movilizarse por una salud de calidad.
Nuestro país ha
presenciado el levantamiento de una serie de demandas ciudadanas en
educación. Las razones de ello son múltiples: en términos relativos
tenemos la educación universitaria más cara del mundo, la educación
pública ha sufrido un profundo deterioro a partir de las reformas
neoliberales aplicadas tanto en dictadura como en los gobiernos de la
Concertación, el sistema educativo chileno produce una de las
segregaciones más fuertes del mundo, etc. Así, el malestar social de los
chilenos parece canalizarse en aquello que hasta hace poco se ofrecía
como el gran eslabón del desarrollo: la educación, emergiendo un
movimiento social que exige un replanteamiento de las responsabilidades y
del rol del Estado.
Una situación no muy distinta afecta a la salud. Por ello no nos cabe
duda: si hoy reclamamos más y mejor educación, mañana reclamaremos más y
mejor salud. ¿Por qué? Porque Chile se encuentra en deuda respecto a
sus políticas de salud. Veamos algunos datos.
En 2010, el gasto total en salud como porcentaje del PIB fue de 8%, el más bajo de los países de la OCDE, sólo después de México.
En 2010, el gasto total en salud como porcentaje del PIB fue de 8%, el más bajo de los países de la OCDE, sólo después de México.
Uno podría pensar que esta cifra no representa en sí misma un
problema mayor. Después de todo, entre 8% y 9,5% no hay gran diferencia.
Sin embargo, el panorama cambia si consideramos que de ese 8% de gasto
total, sólo un 47% es aportado por el gasto público y que ello se
encuentra muy por de debajo del promedio del gasto público en salud que
destinan los países de la OCDE (72%). Y si consideramos, además, que la
OCDE incluye como gasto público las cotizaciones del 7% de los
trabajadores (en ISAPRES o FONASA) y lo restamos al gasto público,
entonces obtenemos que el aporte fiscal real es de tan sólo 25%, menos
que el 35% de las cotizaciones de los trabajadores y el 40% que
corresponde al gasto del bolsillo de las familias. Por lo tanto, Chile
no es sólo el país que menos gasto fiscal destina a salud entre los
países de la OCDE, sino que además es uno de los que tiene mayor gasto
privado en salud, donde gran parte del gasto recae en el bolsillo de las
familias, duplicando el promedio de la OCDE. Conclusión: tal como
ocurre en educación, la salud chilena es una de las más privatizadas del
mundo (¡incluso más que en los Estados Unidos!).
Alguien podría preguntar: ¿qué problema hay con que el mayor gasto
sea privado? El gran problema de este modelo de financiamiento es que el
gasto privado impacta principalmente a las familias de menos recursos,
puesto que son ellas quienes deben destinar más recursos de su
presupuesto a la salud. Con ello se contribuye a perpetuar la pobreza y
la desigualdad. El gasto en salud (cotizaciones más aporte fiscal) en
beneficiarios FONASA representa alrededor del 3% del PIB para cubrir al
73% de la población, mientras que en beneficiarios ISAPRE -un sistema
que, por lo demás, genera utilidades groseras- el gasto (sólo
cotizaciones) corresponde a 1,5% del PIB para cubrir a menos del 17% de
la población. Es decir, un porcentaje minoritario de la población –que
se asiste en el sistema privado– tiene un gasto en salud
proporcionalmente muy superior al dirigido al grueso de la población.
Por lo tanto, el principal problema es que el derecho a la salud en
nuestro país queda supeditado a la capacidad de pago de las personas. En
el fondo, nuestro país fomenta una muy robusta salud para ricos y otra
muy precaria salud para pobres y ni tan pobres. De ahí que toda
estrategia de salud que Chile elabore debe estar orientada
fundamentalmente a corregir inequidades. En tal sentido, resulta urgente
el rediseño del sistema de cotizaciones en salud mediante la creación
de un fondo universal solidario para el conjunto de la población (entre
seguros privados y seguros públicos). Al igual que en educación, nuestro
país requiere un decidido fortalecimiento de una salud pública para
todos los chilenos.
Salud precarizada: el caso de la salud mental
Sin duda estos problemas se reflejan en todos los ámbitos de la
salud; sin embargo, el área que se encuentra más precarizada es la salud
mental. Si bien el porcentaje de recursos del fondo de salud destinado a
salud mental ha aumentado en los últimos años (en 1999 era de 1,2%,
mientras que en 2004 fue de 2,14%, ubicándose actualmente cerca del 3%),
aún no ha aumentado lo suficiente en relación a la importancia que
tienen los problemas de salud mental en el país. En 2006, la
Organización Mundial de la Salud señaló que Chile destina un bajo
porcentaje del presupuesto total de salud en el sector público a salud
mental, el cual debería oscilar alrededor de –a lo menos- el 6% a 10%
del presupuesto total de salud (en los países europeos oscila entre el
8% y el 16%).
Pero, ¿por qué destinar más recursos a salud mental, si existen
tantos otros problemas en salud? Porque todo indica que en Chile nos
encontramos en un proceso de transición epidemiológica propio de los
países en desarrollo. Una de las hipótesis básicas de la epidemiología
social es que la absorción de las tensiones que aparecen en los procesos
de modernización y crecimiento económico, están asociadas a la
aparición de trastornos emocionales y de síntomas psiquiátricos y
psicosomáticos. Por lo tanto, es necesario que una estrategia de salud
mental abra una discusión en torno a la redistribución de los recursos
públicos en salud en función del perfil epidemiológico del país, es
decir, en función de las enfermedades con mayor prevalencia en la
población.
Consideremos algunos datos. En Chile una de cada tres personas sufre
problemas de salud mental en algún momento de su vida. Santiago encabeza
las capitales con mayor número de trastornos ansiosos y depresivos en
el mundo, lo cual se ha traducido en un aumento explosivo en el consumo
de antidepresivos. Asimismo, Chile es el país de la OCDE donde más ha
aumentado la tasa de suicidio –sólo después de Corea del Sur–, mientras
que durante los últimos años se observa un aumento importante de
patologías mentales en niños, jóvenes y adultos jóvenes. Por otro lado,
la mayor prevalencia de desórdenes emocionales y del comportamiento ha
provocado parte importante del aumento en la cantidad de licencias
médicas en Chile. A partir del año 2008, los problemas psicológicos se
convirtieron en la primera causa de incapacidad transitoria entre los
beneficiarios del sistema público de salud. En paralelo, se produce una
mayor demanda de atención psicológica y psiquiátrica: una de cada tres
consultas en todo el servicio público de Santiago estaría dada por
trastornos ansioso-depresivos. En suma, la prevalencia de dificultades
en salud mental es un problema mayor para las políticas públicas, más
aún cuando para una buena parte de los trastornos
psicológico-psiquiátricos existe una relación inversa entre prevalencia y
estrato socioeconómico, es decir, los más pobres tienen una carga mayor
de problemas en salud mental.
Sin duda, esto constituye un problema mayor para el país en su
conjunto, puesto que, según estimaciones para los países desarrollados,
los costos asociados a los trastornos mentales oscilan entre un 3% a 4%
del PIB. En Chile el costo más significativo es el que representan las
pérdidas de productividad por los años de vida saludables perdidos
(AVISA), donde los trastornos neuropsiquiátricos contribuyen con el 31%,
siendo uno de los índices más altos en el mundo. Según algunas
estimaciones, los desórdenes psicológicos representarían alrededor del
23% del costo total de enfermedades en Chile.
Es urgente entonces cambiar el foco. Hoy los tratamientos
psiquiátricos y psicoterapéuticos son costo-efectivos e, incluso,
costo-eficientes. Dicho de otro modo, invertir más en salud mental sería
un buen negocio para el país: el costo indirecto asociado a las
enfermedades de salud mental y abuso de sustancias (pérdida de
productividad, ausentismo laboral, aumento del uso y costo de los
servicios generales de salud, etc.) generalmente es mayor a los costos
directos del tratamiento (incluso si éste es de largo plazo y se
extiende por largos periodos). En contraste con lo anterior, lo que
observamos hoy es una pauperización de los salarios de los profesionales
de salud mental, una escasa cantidad de capital humano para llevar a
cabo las intervenciones necesarias y la promoción de tratamientos
cortoplacistas que, si bien parecen efectivos en función de la reducción
de listas de espera, no por ello resultan eficientes al mediano y largo
plazo. Consistentemente, allí donde los más adinerados sostienen
tratamientos a largo plazo y costean fármacos de última generación, los
más pobres deben contentarse con abordajes breves –incluso ultra breves–
con periodicidades de una vez cada 15 días (cuando no una vez al mes) y
fármacos de primera generación privilegiados por su bajo precio.
Si este es el panorama, ¿qué hemos hecho hasta hoy? Nuestro sistema
de salud mental ha sufrido una serie de cambios sustanciales: de modelo
manicomial y hospitalocéntrico, ha pasado a ser un modelo
ambulatorio-comunitario donde se ha integrado la atención de salud
mental en los servicios de salud generales y se ha desarrollado un
procesos de desinstitucionalización de los pacientes. La última Reforma
de Salud en Chile (2005), con su ley emblemática de Garantías Explícitas
en Salud (GES, más conocida como AUGE), incorporó gradualmente la
cobertura de problemas de salud mental: el tratamiento del primer
episodio de esquizofrenia (2005), el tratamiento integral de las
personas de 15 años y más con depresión (2006) y el tratamiento del
consumo perjudicial y dependencia de alcohol y drogas en menores de 20
años (2007). Esto constituye una reforma inédita e importante, tanto en
Chile como en el mundo. Sin embargo, existen trastornos psicológicos de
alta prevalencia que no han sido incorporados en el plan AUGE, y la
inversión realizada no ha sido suficiente para disminuir la prevalencia
de enfermedades mentales en Chile (incluso de aquellas que sí están
cubiertas). Si antes de la aplicación del AUGE la prevalencia de
síntomas depresivos en la población era de 17,5% (2003), en 2009 este
porcentaje habría llegado a 17,2%; es decir, prácticamente no hubo
cambio.
Aún hace falta hacer el esfuerzo por situar la salud mental en el
mismo nivel de relevancia que la salud física. Para ello es urgente que
el Ministerio de Salud comience una discusión en torno a la creación de
una Ley de Salud Mental. Chile es uno de los pocos
países en el mundo que no cuenta con una legislación específica en salud
mental. Dicha ley debería incorporar disposiciones que resguarden los
derechos de las personas con enfermedades y discapacidades mentales,
puesto que muy pocas personas con trastornos mentales severos logran
insertarse de manera adecuada a la sociedad civil y mantener un trabajo
remunerado.
En definitiva, es necesario desarrollar una ley bajo los principios
de universalidad, calidad y equidad, con el fin de superar la
preminencia de un régimen privado en un mercado de salud desregulado,
enfatizar la regionalización y descentralización de responsabilidades,
atribuciones y recursos, y promover la participación de la población, de
modo de abandonar el centralismo hospitalario. Asimismo, para asegurar
intervenciones realmente efectivas, se vuelve necesaria la inversión en
investigación y desarrollo de conocimiento científico en salud mental,
para lo cual es fundamental el rol de nuestras universidades (lo que ha
sido magramente cubierto por el escuálido Fondo Nacional de
Investigación en Salud, FONIS).
La salud mental -tanto a nivel individual como colectivo- requiere de
un análisis que articule distintas dimensiones. Pese a que es obvio que
los déficits en el desarrollo social inciden sobre la salud mental de
una población, sabemos que los indicadores macroeconómicos no
constituyen un insumo confiable para estimar la situación de la salud
mental de las personas. Por ejemplo, en Chile existe una alta y
significativa correlación entre el número de suicidios y el aumento del
PIB en el período 1981-2003, un resultado que permite inferir que el
suicidio se encuentra estrechamente asociado a un proceso de desarrollo
económico atravesado por profundas desigualdades.
La experiencia chilena de malestar, de la cual se ha hablado bastante
durante estos días, parece encontrar en la salud mental una forma
privilegiada de expresión: ya sea bajo la forma de indicadores
epidemiológicos (ansiedad, depresión, suicidio, etc.), en la demanda
creciente de atención en salud mental o en el aumento acelerado de
licencias médicas por causa psiquiátrica. Y así como hoy vemos emerger
una serie de demandas en educación y el malestar social parece encontrar
allí una válvula de escape, es probable que si Chile no realiza una
reforma al sistema de salud, esté comprando al mediano plazo una nueva
fuente de conflictividad social.
Hoy es educación, mañana será salud.