Autor: Matías Sánchez Jiménez
“Nunca voy a olvidar cómo me sentí desde que pisé ese lugar, de cómo se gatilló automáticamente un cambio en mi cuerpo. Permanentemente creí que se aproximaban el peligro y el miedo, vivía en un estado de supervivencia que te hace estar siempre alerta y te recuerda que estás solo. Dejas de ser el mismo y nunca más te vuelves a sentir como antes”.
Mis padres nunca
se preocuparon de mí. Ellos se separaron y formaron sus respectivas
familias, por lo que me repartían en casas de distintos familiares.
Desde que nací, mi madrina fue la única que me cuidó y se preocupó por
mí. A ella la considero como mi verdadera mamá.
A los 8 años viví con mi papá. A esa edad era un niño inquieto,
revoltoso y con algunos problemas en el colegio, pero él no lo entendía y
su única manera de educarme era a golpes. Todas las noches, después de
llegar del trabajo, me pegaba muy fuerte, tal como si estuviera peleando
con alguien de su edad. Muchas veces quedé en mal estado.
Para evitar esas golpizas, comencé a escaparme de la casa. Me iba a
los cerros de Viña del Mar y pasaba la noche de bus en bus, durmiendo
hasta que llegara el otro día. Luego, volví a vivir con mi mamá pero
seguía visitando a mi madrina. Era el único lugar donde me sentía a
gusto.
Cuando tenía 9 años una tía me llevó a los Tribunales de Familia y me
declararon en abandono, porque quería evitarle problemas a mi madrina,
quien tenía conflictos con su marido, ya que a él no le gustaba que yo
estuviera en su casa. Para mi mamá fue la mejor solución, a tal punto
que desde el día en que pisé por primera vez un centro hasta que salí,
ella nunca me visitó.
A los 10 años ingresé al Centro de Observación y Diagnóstico, actual
Cread Playa Ancha. Recuerdo exactamente lo que viví el primer día. Entré
a un edificio donde te hacen el registro de ingreso y te toman una
foto. Luego seguí por un pasillo subterráneo y salí al patio central
donde todos te miran. Como todo era tan oscuro, la luz te pega muy
fuerte en los ojos y mientras avanzas, vas escuchando cómo todos te
gritan. Pasé por una reja de fierro que te llevaba al sector más alto.
Ahí me midieron, pesaron y me tomaron las tallas de mis ropas, me
quitaron todo y me pasaron un polerón y pantalón con el número 79.
También me raparon por el tema de control de plagas, lo que era una
marca porque en esa época nadie tenía así el pelo. Después de todo el
proceso, me dejaron en el patio con el resto de los niños. Nunca voy a
olvidar cómo me sentí desde que pisé ese lugar, de cómo se gatilló
automáticamente un cambio en mi cuerpo. Permanentemente creí que se
aproximaban el peligro y el miedo, vivía en un estado de supervivencia,
de estar siempre alerta y que te recuerda que estás solo. Dejas de ser
el mismo y nunca más te vuelves a sentir como antes.
El lugar por fuera parecía una casa, pero por dentro era como una
cárcel, con pabellones grandes, llenos de camarotes y las ventanas
rodeadas de rejas. Vivíamos todos hacinados. La mayoría de los que
estaban ahí era por pobreza, cabros que los habían pillado vendiendo en
la calle, pidiendo comida o prostituyéndose. La mayoría éramos buenos,
no relacionados con la delincuencia, pero sí había un grupo que te
obligaba a ejercer la ley del más fuerte. Muchas veces entré a un baño y
veía cómo los más grandes violaban a los más chicos. Te miraban y te
decían: “Ándate o te va a tocar a ti”, y te tenías que ir callado, no
podías decir lo que estaba pasando. Se manejaban los mismos códigos que
en una cárcel y desarrollas habilidades que ni tú mismo sabías que
tenías.
Durante seis meses viví en ese lugar hasta que fui trasladado al
Hogar Monte Tabor de Viña del Mar, también parte del Sename, pero donde
me enfrenté a una realidad muy distinta. Fue el período más bonito que
tuve en mi infancia, porque me hice amigos con los que tengo contacto
hasta el día de hoy. No era un hogar con recursos, pero por lo menos nos
teníamos a nosotros de compañía. Los fines de semana nos daban salida
en el hogar y mis amigos me invitaban a estar con sus familias o los
auxiliares del lugar me llevaban con ellos para poder hacer sus
actividades, si no se tenían que quedar en el hogar sólo conmigo.
Cuando tenía 15 años, el Hogar Monte Tabor cerró y tuve que volver al
actual Cread de Playa Ancha. En esa ocasión, el monitor, que debía
acompañarme en mi traslado, me ofreció una oportunidad: “¿Te quieres
escapar?”, me preguntó. Él sabía a lo que estaba volviendo en el hogar,
así que me ofreció fugarme y él se encargaba de arreglar los papeles.
Ese momento fue muy triste porque si aceptaba, no tenía donde ir, aunque
quisiera escapar, no tenía dónde llegar. Ese día me acompañó en el
camino, me recomendó para que estudiara en el colegio y se despidió.
Volver al Cread fue duro porque ya estaba más grande y tenía más
conciencia. Empecé a preguntarme qué iba a pasar conmigo, por qué yo
vivía todo esto y por qué mis papás me habían abandonado. No tenía un
referente que seguir y no tenía ninguna respuesta a mis preguntas, sólo
sabía una cosa: tenía las ganas de salir adelante y de surgir.
La situación dentro del hogar no había cambiado mucho, los golpes,
abusos sexuales y torturas seguían igual. Ahora dormía en el pabellón C y
frente a éste había una cancha de tierra donde nos hacían correr varias
horas descalzos y en calzoncillos, para que así en la tarde
estuviéramos cansados y nos acostáramos, dejando libre a los monitores
desde temprano. Era en ese momento cuando todos hacían lo que querían,
los grandes abusaban de los adolescentes nuevos y de los homosexuales,
junto con los monitores que violaban a los más pequeños.
Pero este reingreso también trajo cosas positivas, ya que una
asistente social, que estaba haciendo la práctica, me tomó una prueba de
CI que arrojó que era más alto que la mayoría del que presentaban los
jóvenes que vivíamos ahí. Ella me ayudó a conseguir algo que nunca antes
se había hecho y me permitieron salir en la mañana a estudiar para
luego volver en la tarde. Fue una gran oportunidad estudiar en un liceo
común y corriente, pero a la vez muy frustrante porque me encontré con
un mundo real desconocido, de personas con familias y con todo lo que yo
no tuve. Además, me preguntaban de qué colegio venía y dónde vivía,
pero yo no les podía contar que estaba en el Sename, así que inventaba
cualquier cosa. Algunas veces mis compañeros se juntaban después de
clases a hacer trabajos o a compartir y yo nunca pude ir porque tenía
que volver al hogar. Si bien nadie me acompañaba ni me supervisaba, no
me podía fugar porque si no traicionaba a la asistente social, la única
persona que había confiado en mí.
Después de unos meses fui trasladado al Refugio de Cristo de Viña del
Mar, otro centro del Sename y uno de los mejores hogares de la Quinta
Región. Ahí me reencontré con todos mis amigos del Hogar Monte Tabor.
Para seguir mi educación me matricularon en un colegio en Quilpué, lo
que me quedaba muy lejos. Así que todas las mañanas partía muy temprano,
antes de que sirvieran el desayuno y volvía después del almuerzo. Se
suponía que una auxiliar se encargaba de guardarme un almuerzo, pero
muchas veces ella lo olvidaba y varias veces me quedé con la cena como
única comida del día. Esa situación me agotó y me fugué del Refugio de
Cristo, dejando el colegio en tercero medio.
Llegué a la casa de un amigo que vivía cerca de mi mamá y la volví a
ver después de varios años. Del tiempo que estuve con mi amigo, ella
nunca me fue a ver ni a preguntarme cómo estaba. Al tiempo apareció mi
madrina y me llevó a vivir con ella, incluso contra la voluntad de su
marido. Retomé mis estudios y comencé a trabajar en un hotel en Viña del
Mar. Cuando dejé el Sename me di el tiempo de llorar todos los días
porque sentía una angustia permanente dentro de mí, y cuando salí me
pude liberar de eso.
Me mudé a Santiago gracias a un matrimonio que conocí, los que me
dieron alojamiento y pagaron mi último año de colegio. Busqué otro
trabajo, di la Prueba de Aptitud Académica y regresé a la casa de mi
madrina en Viña del Mar para estudiar Ingeniería Industrial en la
Universidad de Playa Ancha. Me titulé como uno de los mejores cinco de
mi generación.
Un día, mientras estudiaba en la universidad, visité al Cread de
Playa Ancha y me encontré con un monitor que estaba en mi época. Me puse
a conversar con él y le conté hasta dónde había llegado. Él se emocionó
y me pidió disculpas por todo lo que viví. Me mostró mi ficha de
ingreso y me llevé la foto carnet que me tomaron. Siempre la llevo
conmigo en mi billetera.
Hoy trabajo en el Ministerio de Salud, estoy a cargo del departamento
de Teoría Interna de la Red de Salud del Servicio Metropolitano Sur
Oriente, me casé y me separé. Tengo dos hijos, uno de 20 y otro de 13
años. Me cuesta el tema del apego con ellos, trato de no justificar lo
que me pasó, pero creo que sí me afecta. Siempre estoy presente con
ellos, los llamo y les compro regalos, pero cuando estoy con ellos no me
nace abrazarlos, hacerles cariño. Pienso en ellos todos los días y los
amo, pero no sé cómo responder frente a un abrazo.
Creo que se repite un poco la historia de mi mamá conmigo, donde
estoy ausente en el tema emocional y de afectos, pero por suerte tienen
una mamá que los apoya en esa área. Con los años me volví a reunir con
mi mamá y sigo dolido con el tema de su abandono. Ella minimiza todo,
dice que sí me visitó, que todo pasó porque me portaba muy mal y se
justifica, pero la verdad es que ella me dejó botado y eso aún no se lo
he perdonado. No creo que algún día lo pueda hacer.
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