Autor: Tamy Palma Silva, desde Santa Olga
Los menores han tenido un verano especial, con regalos, visitas y juegos en un albergue. Algunos dicen que no se quieren ir nunca. Pero detrás de eso se esconde la realidad que habla de una reconstrucción aún incierta y de un futuro que se avizora difícil.
En la Escuela Especial 373 de Constitución,
habilitada para los afectados del incendio en Santa Olga, hay cerca de
15 niños menores de 10 años. La mayoría habita el lugar bajo la tutela
de uno de sus padres o a cargo de sus abuelas. Franco (8) es uno de esos
niños. El pequeño pasea por el patio con una bolsa repleta de dulces
que logró juntar en las semanas que ha durado su estadía en el albergue.
Su mamá está en Santiago y esa ausencia ha provocado la risa de otros
niños. Le tiran envases de jaleas que comen en el cuerpo y luego le
piden que los acuse con su mamá. “Ah, pero está en Santiago, no puede”,
grita uno de los nueve que se ríen de Franco.
“Ellos lo pasan bien acá, pero también tienen miedo. No se quieren
ir”, dice Raquel Jaramillo (58) quien quedó bajo el cuidado de sus dos
nietos. Ella vivía en la punta del cerro de Santa Olga, la población
pequeña donde todos se conocían y los niños jugaban en las calles antes
de que el fuego arrasara con todo. De esos días, los menores contestan a
coro que no extrañan nada. Están felices -enumeran- de tener
computadores, de que vayan personas que desconocen a verlos para
llevarles dulces, jugar o compartir en un espacio seguro con otros niños
de su edad. A diferencia de la urgencia que saben que viven sus
familiares adultos, ellos no se quieren ir.
A veces, dice Jaramillo, recuerdan cuáles eran sus juguetes favoritos
o lloran porque ven la angustia por la que pasan sus parientes. Aunque
lo cierto es que la mayor parte del tiempo preguntan si es que se pueden
quedar para siempre en ese lugar que fue adaptado para recibirlos y en
el que duermen en aulas de clases donde hay colchones que están sobre el
suelo. “Nosotros no sabemos qué decirles, porque no sabemos hasta
cuándo nos vamos a quedar tampoco”, dice la señora.
Mientras Franco les pide a los niños que lo dejen jugar con ellos,
éstos miran atento desde dos pequeñas casas amarillas de madera, que se
unen por un puente, a las cuatro familias que llegan al albergue de
Constitución. La medida de reunir a todas las personas que viven
esporádicamente en colegios de la zona habilitados y dejarlos solo en un
establecimiento fue tomada por la municipalidad para iniciar las clases
durante los primeros días de marzo. Mientras tanto, los pequeños que
habitan la Escuela Especial 373, no tienen, según el director del
establecimiento, Miguel Gajardo, “un plan seguro para la vuelta a
clases, porque no se sabe qué pasará con ellos de aquí al 6 de marzo”,
dice.
En las casas de madera hay ocho niños que van entre los dos años -un
niño que sube gracias a la ayuda de los más altos- hasta los nueve años.
Cuentan con poca impresión que donde vivían “quedó pelado, pelado”.
Franco vivía en la cima del cerro, en la calle Los Robles. Su casa tiene
las paredes en pie. “¿Si dejo que me pegue, me dejan entrar?”,
pregunta. Los niños le piden que mejor les dé sus dulces.
***
En el peladero de Santa Olga, unas pocas familias decidieron quedarse
habitando el interior de las paredes de concreto que quedaron en pie
tras el incendio. Otras, de lugares cercanos también afectados por las
llamas, instalaron carpas sobre el suelo que les pertenece aún. El calor
es insufrible y solo se puede capear con éxito en la instalación del
ejército que está en una cancha amplia donde se escabullen,
principalmente, los niños.
Todos los días llegan a alimentarse cerca de 20 pequeños. A veces van
solos o acompañados con sus familiares. Desde que llegó el ejército,
los menores tienen la costumbre de quedarse en el lugar jugando con los
militares que custodian lo que queda del pueblo. Por lo mismo, además de
las duchas, agua potable, alimentación y comedor, hay un juego de
taca-taca, ping-pong, pelotas de fútbol e incluso televisión con cable
para que los niños puedan ver películas.
Todas las actividades están custodiadas por miembros del Ejército
que, sin quererlo y sin que sea su misión, han estrechado el vínculo con
los menores a quienes les tienen apodos y van a dejar a sus casas
cuando se hace tarde. Uno de ellos es el Zafrada, a quien le llaman así
por su parecido con el niño símbolo del terremoto de 2010. Los militares
afirman que se come de cinco a seis platos de comida al día. “Sabemos
detalles como esos, porque nos hemos acercado mucho. Ellos nos ven como
amigos grandes”, dice Felipe Salamanca, subteniente del ejército de
Copiapó .
“Ayer estaba hablando con un niño y me dijo: con esto no extraño
tanto a mi super héroe. Le pregunté cuál era y me dijo que era un
juguete de Iron Man con el que dormía”, dice el uniformado a cargo del
lote. Esa conversación lo dejó pensando. Por lo mismo, junto a la
fundación Desafío Levantemos Chile organizaron una colecta, mientras en
el cuerpo militar se encargaron específicamente de reunir las cartas de
los niños que quedaron viviendo en las laderas de Santa Olga para saber
cuál es el juguete que más extrañan. Todavía no saben cuándo harán esa
entrega.
Ni al albergue ni al pueblo han llegado psicólogos a asistir a los
niños. Si bien han gozado de improvisadas compañías, lo cierto es que
tanto en las escuelas donde residen temporalmente en Constitución como
las carpas de su pueblo incendiado deberán, según autoridades
municipales, dejar esos lugares para enfrentarse a otras pequeñas
transiciones hasta tener una vivienda -quizá- definitiva.
Pese a la urgencia de los adultos, los niños no quieren moverse de
los lugares que habitan temporalmente. Las condiciones que dejó el
estado de emergencia, que de a poco se desintegra, son mejores y mucho
menos solas -dicen ellos- que sus vidas de antes.
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