La profunda naturalización de lo privado nos obliga a partir aclarando cuestiones tan básicas como que lo público no es sinónimo de servicio público o de servicio al público, al modo en que lo podrían hacer organismos de asistencia y caridad o ciertas actividades de instituciones privadas. Lo público, como concepción del desarrollo, más bien, es un rasgo del comportamiento de la sociedad en que los finalidades y mecanismos utilizados por esta trascienden la esfera de los intereses individuales, de grupos o castas y se configuran como lugar para el reconocimiento de necesidades transversales que se funden en lo colectivo. En este sentido, el origen de lo público se vincula con la teoría del contrato social como fundamento de los estados modernos, en cuanto que negación de la sociedad feudal-estamental y expresión de la universalidad en la condición de lo humano, sin distinciones ni categorías de ninguna especie.
Así, lo público sólo es posible concebirlo a partir de la base de que todas las personas, sin excepción alguna, son iguales en naturaleza y condición y, por tanto, son sujetos de los mismos derechos, especialmente aquellos que preservan los atributos esenciales de la dignidad con la que se debe manifestar tal condición; derechos que tienen por ello un carácter social y universal, lo que supone dejar de entenderlos como el mero resultado de cualidades, oportunidades o esfuerzos particulares. El mínimo exigible, entonces, a la política pública equivaldría a cautelar los derechos sociales fundamentales y a evitar que estos puedan estar condicionados a requisitos de cualquier índole.
La lógica de mercado en Chile, propia del neoliberalismo, efectivamente ha desfondado lo público en su expresión más radical, a través de la instalación de los mencionados derechos en el marco de relaciones de carácter privado y por medio del retiro o debilitamiento de la responsabilidad del Estado en el rol de garante de estos. Este es un punto central en la concepción que debemos resolver como país: o apostamos por una sociedad limitada a proveer de oportunidades y espacios para el desarrollo individual o construimos una sociedad que, sin perjuicio de abrir dichas posibilidades, sea capaz de alcanzar el umbral esencial de sustentabilidad social y garantizar, por tanto, la universalidad de los derechos elementales en términos de su usufructo inalienable.
Así entendidos los derechos, su provisión mediante la actividad realizada por una institución pública, debe ser para todos y sin exclusión en ninguna de sus formas. En tales términos, una institución pública es una entidad cuya condición es atribuible por su rol, finalidades y sentido, antes que por su propiedad; de hecho en la actualidad existen instituciones de propiedad estatal que, de manera total o parcial, no responden a todas las características esenciales de una institución pública. En general, esta es la situación que vive la educación en Chile.
Efectivamente, si una institución estatal, que provee el derecho social de la educación, no es financiada íntegramente por el Estado y debe, más bien, generar operaciones de mercado para autofinanciarse y, adicionalmente, establece requisitos económicos para proveer el derecho a determinadas personas o grupos, en rigor no sería esta una institución pública, o lo sería parcialmente. Esto es, por ejemplo, lo que ocurre con nuestras universidades estatales y con el sistema escolar, especialmente en su versión particular subvencionada, pero también en el caso del desfinanciado subsistema municipal; lo que en conjunto da cuenta de un extremo debilitamiento del sistema público educativo, como uno de los aspectos más graves de la crisis.
La educación pública, para que sea tal, debe entonces estar íntegramente financiada por el estado, con los impuestos de todos los chilenos, conforme a cargas tributarias proporcionales a los ingresos de los distintos grupos sociales y, en tal sentido, no puede ser financiada adicionalmente de manera directa por las familias como requisito de acceso. Al ser cubierta cabalmente por el Estado, las instituciones públicas educativas no pueden lucrar, porque a nadie en particular le puede asistir el derecho o el privilegio de beneficiarse del dinero de todos los chilenos. Y porque, de ocurrir aquello, se abre la posibilidad de que determinadas necesidades educativas, en la compleja labor de las instituciones, no sean adecuadamente cubiertas y tales recursos pudiesen estar siendo eventualmente utilizados en beneficio personal de un sostenedor o propietario. Esto, sin perjuicio de que un administrador o directivo reciba una retribución justa por su trabajo y en la magnitud de sus responsabilidades.
Junto con lo anterior, una institución pública tiene que responder al interés general de la sociedad y a las formas de desarrollo que contribuyan al máximo beneficio social que este puede producir. Tal vínculo, el de educación y desarrollo, es preferente al de la relación entre educación e intereses particulares, los que se pueden cautelar siempre y cuando dicha cautela no transgreda los derechos fundamentales de otros individuos, de otros grupos o de la sociedad en su conjunto. En tales términos, la educación pública debe posicionarse sobre los fines y el contenido del proceso educativo, promoviendo un tipo de formación que contribuya al desarrollo de los valores públicos: desarrollo integral e inclusivo, fortalecimiento de la democracia y la convivencia, la no segregación y el respeto por la diversidad y la igualdad de derechos, el cuidado del medioambiente, la valoración del desarrollo local y la identidad cultural de los sujetos y comunidades, entre otros aspectos.
Al mismo tiempo, para ser pública, las características del sistema educativo deben expresar de manera genuina y permanente la voluntad ciudadana, puesto que no se puede definir aquello que compete a todos usurpando la voluntad general por medio de la imposición de un grupo de interés beneficiado con la lógica de mercado o de decisiones gubernamentales que no escuchan a las mayorías ni a las comunidades educativas. El modelo educativo actual se origina en ese tipo de usurpación de la soberanía y por tanto requiere ser repensado en todos sus aspectos desde la deliberación ciudadana y atendiendo principios de política pública.
Bajo este concepto, un sistema público debe basarse de manera prioritaria en instituciones de propiedad estatal, descentralizadas y democráticas, como garantía estratégica de los principios orientadores de una concepción pública de la educación; sin perjuicio de lo anterior pueden existir efectivamente instituciones consideradas públicas que no sean de propiedad del Estado (de tipo cooperativo, mixto o comunitario), en la medida que cumplan con las características de universalidad y garantía de este derecho fundamental. De igual modo, aquellas instituciones que no respondan a las exigencias de lo público serán simplemente instituciones privadas y no deben contar con aportes del Estado.
Complementariamente, tal garantía de universalidad de este derecho social, debe producirse bajo los parámetros mínimos de lo que es considerado por la sociedad -y una expresión diversa de la comunidad especialistas- como una buena educación, y que el poder público puede entregar haciendo su máximo esfuerzo; lo cual supone que el derecho en cuestión no debe entregarse bajo la característica de un sucedáneo o como categoría manifiestamente inferior a dichas exigencias. Esto es lo que ocurre actualmente con el SIMCE y su secuela de instrumentalización mecanizadora del aprendizaje y de reduccionismo curricular. De hecho buena parte de las escuelas que suben sus puntajes en la prueba SMCE, bajan su calidad educativa, puesto que restringen significativamente el proyecto escolar y la diversidad de experiencias formativas de los estudiantes.
Concretamente, a pesar de lo que digan algunos mal llamados expertos en educación (mayoritariamente economistas e ingenieros de turno), no existen en Chile parámetros consistentes para definir cuándo estamos en presencia de una buena escuela, ello porque -además de la imagen distorsionada que genera el SIMCE- los procesos y resultados educativos son producto del capital cultural y social disponible en los distintos segmentos de la población y no una expresión del valor agregado que aporta la escuela. Es un error grave, en este sentido, decir que la política educativa debe apoyar a las “buenas” escuelas y cerrar las “malas”, independientemente de su propiedad y finalidades, pues –junto con la ausencia de un concepto público de buena educación- no hay evidencia alguna que avale un juicio de calidad habiendo controlado la variable capital cultural. La calidad, entendida como resultados académicos en áreas parciales y estandarizadas, a condición de la selección de los “mejores”, exclusión económica y cultural de los estudiantes -vulnerando de paso los derechos fundamentales- definitivamente no es calidad. Si el sistema educativo no conduce a formar personas para un tipo de país democrático, integrado y en pos de un desarrollo humano, se está entregando indudablemente una mala educación.
Por este conjunto de razones, una sociedad sólo tiene buena educación -o la mal llamada calidad- cuando posee un sólido sistema público y esta no es concebida de manera individual o competitiva entregada a entidades desconectadas entre sí. Un sistema público supone que la buena educación debe ser asegurada de modo sistémico, bajo una sola institucionalidad, con normas comunes y acción colaborativa. En un sistema de este tipo, entonces, la calidad (integralmente concebida) es una obligación del Estado, quien debe producir el mejoramiento de la labor que realizan las distintas instituciones públicas y no provocar el cierre de estas porque en un determinado momento no cumplan con las metas propuestas. Si una institución pública no funciona adecuadamente, es el Estado el que falla y no la institución en particular.
Eso es responsabilidad pública, condición de base para transitar hacia una sociedad de derechos y hacia la superación de la crisis en educación.
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