Los 12 nudos de la Reforma Educacional: N° 1 La libertad de enseñanza
Publicado: 05.09.2014
A
continuación publicamos la presentación y la primera columna de una
serie escrita por el diputado del movimiento Revolución Democrática,
Giorgio Jackson, en las que busca promover el debate sobre los cambios
al sistema educativo actualmente en curso. Debuta analizando el concepto
de libertad de enseñanza y se pregunta por su alcance, a la luz de su
evolución histórica. La respuesta, dice, no es técnica, sino política.
PRESENTACIÓN
En los últimos años hemos sido testigos y partícipes de masivas
movilizaciones debido al mal funcionamiento de la educación chilena. Lo
que antes parecía natural y evidente, es decir, que quien puede pagar
más, recibe mejor calidad de educación y más oportunidades, se fue
alejando del sentido común y pasó a transformarse en un símbolo de la
injusticia. Ya no se tolera que los niños en nuestro país vivan su
proceso de desarrollo en condiciones desiguales o que haya que
endeudarse de por vida para poder acceder a la educación superior. Por
esta razón, las banderas de lucha del movimiento estudiantil fueron
compartidas por muchos, transversalmente. Desde liberales, que ven cómo
la meritocracia no es posible sin igualdad en el sistema educativo,
hasta los sectores de izquierda, que ven un sistema educativo que
profundiza desigualdades, en vez de un derecho social donde no hay
espacio para el mercado. Tiendo a pensar que dicha transversalidad se
hizo explícita cuando, a pesar de la criminalización del movimiento
estudiantil, la mayoría de la población apoyó e hizo suyas las demandas
por una reforma profunda a la educación chilena.
Primero fue el gobierno de derecha de Sebastián Piñera, cuya
estrategia de negación de la demanda los llevó a perder sintonía con la
ciudadanía. Luego, el momento de nuevas elecciones hizo más explícito
este fenómeno. Un botón de muestra fue cuando la entonces candidata y
hoy Presidenta, Michelle Bachelet, tuvo que cambiar su posición: tras
afirmar a su llegada a Chile que “no sería justo que el Estado pagara la
educación de mi hija”, no tardó una semana en desdecirse para afirmar
que se debía “avanzar hacia la gratuidad universal”.
Así, los programas de seis de los nueve candidatos y candidatas a la
Presidencia, asumían como objetivo la educación gratuita y de calidad
para todos. Luego, los resultados mostraban que las candidaturas que
hicieron propia esta causa obtuvieron el respaldo de más del 74% de los
votantes en primera vuelta.
La transformación de un sistema educativo tiene distintos pasos: la
demanda por un cambio, la bandera adoptada por quienes aspiran o ejercen
el poder político, la disputa política y social en su tramitación
legislativa y, finalmente, su implementación. En todas estas fases, es
esencial que la ciudadanía sea activa, que no “delegue” el defender su
opinión en los órganos representativos. La presión social es factor
clave para que el espíritu de cambio se mantenga y no se diluya en el
camino hacia “el consenso”.
Hasta el momento el Gobierno ha presentado tres proyectos en materia
educacional. Por un lado, se discutió y aprobó en la Cámara de
Diputados, el proyecto del Administrador Provisional y de Cierre (boletín 9333-04),
que posibilita la acción pública para resguardar el derecho a la
educación tras situaciones de abandono o abuso. En segundo lugar, se
presentó un proyecto para generar la Nueva Institucionalidad para la
Educación Parvularia (boletín 9365-04),
que crea una Subsecretaría y la Intendencia de Educación Parvularia,
dedicadas a coordinar los esfuerzos nacionales y locales de las salas
cunas y jardines infantiles. En tercer lugar está el proyecto que regula
la admisión de los estudiantes, elimina el financiamiento compartido y
prohíbe el lucro en establecimientos educacionales que reciben aportes
del Estado (boletín 9366-04).
En las primeras páginas de este último mensaje, el proyecto señala claramente que éste es una parte de la reforma educacional, y no toda la reforma. En el ámbito escolar, se anuncia para el segundo semestre el envío de un proyecto sobre la nueva Carrera Docente, como también uno para reemplazar el actual modelo de gestión y financiamiento de la educación pública, más conocido como desmunicipalización.
Sobre las materias de educación superior, técnica y universitaria
también se anuncian cambios, pero que quedan ajenos al alcance de este
proyecto de ley.
El debate sobre el último proyecto ingresado ha estado marcado por
declaraciones cruzadas de múltiples actores. Ciertamente se trata de un
tema complejo que ha ido creando un clima de incertidumbre, al que ha
contribuido, debo decirlo, la dificultad del Ministerio de Educación
para explicar los proyectos y, también, el uso de argumentos falaces por
parte de aquellos que ven amenazados los privilegios y principios
ideológicos que consagra el actual sistema educacional.
El objetivo de esta serie de columnas es contribuir a este debate,
además de ser una invitación a cuestionar los prejuicios, desde los
distintos sectores, y poder compartir un análisis (subjetivo, parcial y
sesgado desde mis posturas, como cualquiera) que busca tratar de
conseguir que las transformaciones por las que tantos hemos luchado
durante tanto tiempo se hagan, finalmente, realidad.
N°1: LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA
En la discusión sobre la reforma educacional hemos escuchado innumerables veces el concepto de libertad de enseñanza,
sin embargo, en medio una discusión muy polarizada, pocos han hecho
referencia al origen de dicho modelo de política pública en nuestro país
y qué supuestos lo justificaron.
Ya a mediados del siglo XIX, en medio de pugnas entre liberales y
conservadores, uno de los temas controversiales tenía que ver con cómo
abordar el sistema educativo. Por un lado, los liberales, afirmaban que
era el Estado quien debía mantener, irrenunciablemente, la dirección de
las escuelas y liceos, con el fin de proteger los principios de la
República por sobre los intereses evangelizadores de la Iglesia
Católica. Por su parte, la Iglesia Católica reclamaba que no podía
existir una formación en libertad si existía un monopolio en la
contratación de docentes, en la rendición de exámenes, en las
estructuras curriculares y en los métodos de enseñanza. De esta manera, y
luego de un largo debate que imaginarán, se establece en 1874 el
concepto de “libertad de enseñanza” como modificación a la Constitución
de 1833 (art 12, n° 12).
¿Qué objetivos busca el establecer esta libertad?
Básicamente busca garantizar la posibilidad de que puedan existir
proyectos educativos alternativos a la educación provista por el Estado.
De esta forma, podrían coexistir en nuestro sistema proyectos
educativos particulares junto al proyecto de la educación pública.
Esto se consagró durante los años, tanto en los cuerpos legales
venideros, como en el propio ejercicio de la educación chilena. Tanto
así, que en 1970 se entendió como una reforma constitucional necesaria
el extender la libertad de enseñanza entre los derechos fundamentales
(art. 10 n°7). Pero, en todo caso, la comprensión generalizada y que se
plasmó en esa reforma fue que debía existir una colaboración por parte
de los particulares a la función de educar -primariamente del Estado-,
cumpliendo con la normativa vigente y entendiéndose que esa educación
debía ser gratuita en la medida que recibía financiamiento estatal. Es
más, en ese entonces la FIDE (agrupación de colegios particulares)
aprobó en un congreso, que “la existencia de colegios pagados
aparece como un anacronismo, ya que éstos son uno de los signos más
visibles de la desigualdad social”. Incluso, la educación
particular no estaba excluida de los principios de democracia y
no-partidismo que debían estar presentes en todo el sistema educacional,
plasmados en la garantía constitucional de contar con textos escolares
de diversas orientaciones. Es decir, se velaba por la inclusión
democrática de todos los ciudadanos y todos los modos de pensar. Resulta
evidente, pero cabe señalar que nunca entonces se esgrimió la
libertad de enseñanza como una excusa para hacer negocio con la
educación, menos con recursos públicos.
Esto fue así hasta que, en 1980, la dictadura cívico-militar
introdujo una variante a esta lógica, consagrada en la constitución de
Pinochet. En ésta, además del artículo referente al derecho a la
educación, se agrega que “la libertad de enseñanza incluye el derecho de abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales”, con la mera restricción que éstos no atenten “contra la moral, las buenas costumbres, el orden público o la seguridad nacional”, ni que tengan fines político-partidistas.
Estas
nuevas disposiciones, sumadas al cambio de estructura de la educación
pública hacia la municipalización, las formas de financiamiento ligadas a
la asistencia y la precarización de la formación y de las condiciones
laborales de los docentes, generaron el comienzo de una caída sostenida
de la matrícula de la educación pública, así como la proliferación de la
educación particular subvencionada, motivada en muchos casos por el
afán de lucro. Ya en los ‘90, como si fuera poco, la “libertad de
enseñanza” llevó al primer gobierno de la Concertación a introducir el
financiamiento compartido (cobro de colegiatura en establecimientos que
reciben subvención del Estado), acelerando aún más el proceso
segregador.
El resultado de este experimento, nos lleva precisamente a una interpretación
dual de la “libertad de enseñanza”: (i) como la posibilidad de los
padres de escoger la educación para sus hijos, y (ii) como la libertad
de emprender con un establecimiento educacional, la libertad de definir
parámetros de exclusividad para su acceso, reclamando la obligación del
Estado para financiarlo.
Lo que está en disputa en esta reforma es esta última interpretación.
Pero ¿estamos hablando de libertad de enseñanza o de libertad de
admisión?
Cuando se puede cobrar una mensualidad, o se pueden hacer exigencias
de índole cultural y religiosa a los padres, incluso sobre su estado
civil, o una entrevista o prueba de selección en los niveles de
educación obligatoria, más que libertad de enseñanza, pareciera que los
colegios “se reservan el derecho de admisión”.
La pregunta en este debate es la siguiente. ¿Cabe dentro de la
“libertad de enseñanza”, la posibilidad de establecer parámetros que
excluyen a niños y jóvenes del derecho a la educación, con la agravante
de recibir recursos de todos los contribuyentes para su funcionamiento?
El ex ministro Harald Beyer, en audiencia de la Comisión de Educación
de la Cámara de Diputados, sostuvo que sí, que para garantizar la
“libertad de enseñanza”, no era suficiente la elección de los padres
debido a que esta acción no garantizaría un “compromiso real” con el
proyecto educativo. Desde su perspectiva, los establecimientos -y sus
sostenedores- serían los “guardianes” de ese proyecto educativo,
reservándose el derecho a fijar los parámetros de admisión que estimen
convenientes.
¿Cuáles serían entonces los límites de la “libertad de elegir”?
¿Se podría excluir a un joven por su orientación sexual? ¿A un joven
que no ha recibido el bautismo o no ha hecho la primera comunión? ¿Al
hijo de una madre soltera? ¿A quien nació en una familia bajo
determinado nivel de ingreso? ¿A quien tiene alguna necesidad especial
de aprendizaje?
Las respuestas posibles, negativas o afirmativas, no son técnicas, sino profundamente políticas.
Tengamos un debate que asuma las reales consecuencias de las políticas
públicas y no sobre eufemismos que intentan esconder la realidad o
visibilizar un espejismo.
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