Permanecí secuestrado en un colegio de curas
durante diez años allá por los cincuenta y sesenta, y ello se debió a la
influencia y finalmente imposición de mi familia materna. Mi padre,
librepensador, estuvo considerando para mí un colegio laico, el Manuel
de Salas, pero ante la eventualidad de que allí harían de mí, según mi
abuela explicaba con angustia, un ateo, un masón… mi madre y mis tíos se
movilizaron, pasaron por encima de las consideraciones paternas, y
finalmente financiaron esa educación religiosa en el Liceo Alemán de
Santiago.
Mi abuela me pasaba cada mes un rollo de billetes para que se lo
diera al cura ecónomo, el padre Pelzer, con el cual estaba yo a menudo
en deuda. El cura sonreía y mostraba unos colmillitos. En casa, mi padre
fumaba, escuchaba a Mozart, observaba, no decía nada.
Yo iba, lo que se llamaba entonces, “adelantado”, estatus resultante
de la total falta de criterio de poner a un niño intelectualmente
despierto con compañeros dos años mayores, lo que perjudicó mi vida
social, ya que además de ser menor era corto de estatura, y en general
nunca me ha gustado que me obliguen a socializar en grupos cerrados,
prefiero hacerlo a mi modo, que quizás no sea modelo de nada pero es el
mío.
Lo más violento de mi educación fue lo que considero, como he dicho,
un secuestro, es decir la imposición violenta, contra mi voluntad, de un
horario diario de 8 de la mañana a 4 de la tarde con un ratito para
almorzar solo en casa, o sea, casi una jornada laboral en tareas
despreciables que me repugnaban. Era un régimen carcelario abierto. Este
sistema lo consideraba entonces todo el mundo muy bueno y se sigue
imponiendo en todos los colegios, pero para mí es aberrante. Creo en las
puertas abiertas y la libre circulación de las personas, sin ello no
hay aprendizaje, sólo adoctrinamiento. Privarlas de su tiempo es
quitarles quizá lo único que tienen en esta vida.
Alguien decía que tuvo que interrumpir a los seis años sus estudios
para ir al colegio, y no puedo estar más de acuerdo. Lo que los niños
necesitan es libertad para aprender lo que les dicta su curiosidad
infinita y su enorme energía, algunos recursos, y determinadas compañías
de distintas edades. Uno aprende muchísimo con libros, con amigos, de
vacaciones en el campo, con los vecinos, con su papá, con los hermanos y
primos. Hoy podemos sumar Google, las redes sociales y tanta otra cosa
que nos hace sentirnos parte del mundo.
Administrativamente, los castigos eran las malas notas, las inasistencias, la repitiencia de curso, la expulsión de la sala, la expulsión del colegio. También estaban las metodologías de disuasión corporal. Recuerdo al padre Andrés dando cachetadas, le decíamos el macho Andrés, era un enorme cura macizo y rojo, de mirada azul. En la sección palizas, que combinaban palmadas, mandobles con el revés y patadas, vi una muy completa propinada por el cura Romahn a uno de mis amigos en la sala de clases. El cura estaba desatado, completamente fuera de sí. En cuanto a golpes dados fríamente con el puntero de madera sobre las palmas, que el castigado debía presentar con los brazos estirados y ante todo el resto de la clase mirando, recuerdo al padre Martín.
Pronto me di cuenta, sin embargo, de que los mayores experimentan una
especie de orgasmo familiar o una sensación de seguridad si ven a sus
niños encerrados en salas de clase durante muchas horas todos los días.
La sala de clases es ante todo un recinto de confinamiento y castigo, o
al menos así lo viví yo con mucha fuerza en el colegio. Un lugar
penumbroso, austero, sórdido, desprovisto, presidido por el crucifijo de
una divinidad sangrante y doliente, donde los comportamientos estaban
severamente reglados, y en cuyo espacio finalmente hace uno entrega de
su propio cuerpo, de sus gestos y movimientos, de su libertad para
vestir o moverse, un lugar donde ni siquiera está permitido –es
increíble– hablar con libertad. La sala de clases es la cárcel. A
diferencia de la casa, que es un espacio natural al cual la gente llega
sin que le pasen lista, la sala de clases es un espacio artificial, que
sólo funciona cuando hay coacción, y apenas ésta cesa todos salen
corriendo de allí.
El carcelero era un cura, o un profesor de luces en general muy
medianas, personajes que sin gran convicción hablaban estupideces del
tipo ojos facetados de la mosca, causas de las guerras púnicas, sujeto y
predicado, naturaleza de la Santísima Trinidad, raíces cuadradas,
sistema periódico de los elementos. Yo atendía, me aprendía aquello
superficialmente, lo recitaba luego en la pizarra o en alguna prueba
infame, obtenía una nota, y así seguíamos sumidos en ese letargo
infinito envuelto en miedo.
A mí las notas no me decían ni me dicen nada, salvo algo relacionado
con el miedo, las humillaciones y la ansiedad. Mi padre, atento siempre a
lo intelectualmente vivo, jamás miró mis notas, si había que firmar una
libreta se reía y se concentraba en su hermosa caligrafía sin
interesarle para nada lo que un cura de cerebro cautivo llegara a
traducir, mediante números, de alguna miserable actividad por mí
desarrollada en aquel colegio. Por eso quizá es que no creo ni en las
buenas ni en las malas notas. O sea, alguna cosa quieren decir, como
algo nos ilustra la expresión facial de una persona, o su modo de
relacionarse o de vestir. No puedo entender la pretensión de poner a las
notas en el centro del sistema escolar. Los indicadores no son jamás la
cosa, y mientras más se mide algo, menos presente está su ser.
Poco tenía eso que ver con mis auténticas inquietudes por conocer el
mundo, por enterarme por ejemplo de la firme resistencia de los mapuches
a los invasores hispánicos, o el tamaño del cosmos, o la vida en los
castillos medievales, o la libertad de pensamiento frente a los curas
que quemaban vivos a los herejes, o la organización del poder político y
civil a través de la democracia, o la historia del desnudo en la
fotografía, materias estas que a medida que se iban presentado
desordenadamente en mi mente, iba mi padre ilustrando con la ayuda de su
maravillosa biblioteca, de sus autores favoritos, de sus enciclopedias,
sus revistas o diarios, y su bienestar explicativo. En verdad él fue mi
profesor, los curas apenas unos carceleros, y los profesores unos como
suboficiales o celadores del confinamiento escolar.
También leía maravillado las historias de Salgari, o de Peter Pan, o La Isla del Tesoro,
todos esos cuentos de príncipes valientes, dragones, tesoros, piratas,
reducidores de cabezas, brujos y brujas, animales feroces que se
comportaban como personas, caballeros andantes, viajes a la luna, o las
revistas de cómics, y miraba los dibujos animados que daban en el cine, y
las primeras películas en color con toda su majestad.
Pero estos mundos maravillosos eran odiados o despreciados por los
curas. El afán de ellos era que yo aprendiera precisamente lo que no
tenía mucho interés para mí, ahí les brillaban los ojos, en la
triunfante imposición de lo no deseado por el otro estaba su resentido
goce.
A estas humillaciones esenciales se añadió el uniforme con su
corbata, que yo detestaba con toda mi humanidad. ¿Por qué vestir todos
iguales? Decían que era para que no hubiera diferencias resultantes del
mayor o menor poder adquisitivo de los alumnos. Ridículo, porque mi
colegio era privado y había que pagar bastante caro, las familias eran
seleccionadas por los curas, y además hacían negocio, o sea, que el
Liceo Alemán era un motor del lucro y la segregación social.
En esos años había unos pocos colegios para los niños más ricos y
otros tantos para las niñas ídem, todos a cargo de curas o monjas. Los
Padres Franceses o Sagrados Corazones, el Liceo Alemán que abrió su sede
en el barrio alto con el nombre de Verbo Divino, San Ignacio que
también puso sucursal más cuica en Pocuro. No han cambiado mucho las
cosas. Con sus modales suaves, los curas olfatean y siguen certeramente
el dinero.
En mi colegio había niños de familias de toda la vida que habitaban
en ese barrio antes elegante, o sea, las calles Moneda, Agustinas,
Huérfanos, Compañía, Monjitas, Cienfuegos, Almirante Barroso, o al otro
lado de la Alameda, palacetes, casonas con aire aristocrático, familias
con fundo, con apellidos famosos. A medida que esa gente emigraba al
barrio alto, los curas trasladaban sus colegios. También había una
clientela alemana de ingenieros o técnicos de clase media, con ese
toquecillo antipolítico o decididamente hostil a cualquier forma de
tolerancia republicana. Por último, había algunos desorientados, y yo
creo que estaba en este último grupo.
En el colegio aprendí primeramente que todo lo que allí se enseñaba
carecía de dignidad y se sostenía sobre la base de castigos. Es una
mentalidad, una amargura existencial. La vida, en esta perspectiva, es
una cárcel a la que hay que acostumbrarse jovialmente, y la tarea de los
educadores es reproducir esa cárcel, llevarla a todos los terrenos de
la existencia y hacer de nosotros también unos carceleros. Todo lo que
se le dice a una autoridad es de mentira o muy calculado, o sea, que el
lenguaje opera en la degradación, y lo que adicionalmente cuenta es el
oscuro sindicato estudiantil que trata de boicotear al colegio,
humillando de pasada mediante un enérgico y sostenido bullying
oficialmente tolerado a todo aquel que no ofrezca un perfil
estandarizado y no logre defenderse. Las relaciones que priman son, en
consecuencia, la hipocresía, la violencia, el odio, la indiferencia, la
falta de energía natural, el letargo soporífero. Para mí todo aquello
era y sigue siendo, frontalmente, basura.
Afortunadamente jamás me hicieron bullying, aunque vi cómo
dos o tres de mis compañeros de curso, animados por unos cuantos más, a
veces por toda la clase –en ambientes así todos incursionamos en la
maldad y quizá a estas alturas debiéramos hacer examen de conciencia y
disculparnos debidamente–, hostilizaban a quienes por la razón que
fuera, social, racial, física, económica, etc., sostenían identidades
diversas. Éramos niños y nos nutríamos de un ambiente reseco y cruel.
Institucionalmente, mi colegio trabajaba con entusiasmo, duramente, en
contra de la diversidad y en contra de la tolerancia. Para qué decir del
desprecio e incompetencia con que se abordaban el arte, la cultura, la
literatura, el cine y en general todo lo que tuviera algún tufillo a
cosa cultural.
Aparte de los castigos que operaban en los recreos a cargo de los
compañeros, y que consistían –resulta inconfortable recordarlo ahora– en
burlas, humillaciones chistosas, patadas al pasar, de vez en cuando un
par de combos, sesiones semanales de cachetadas en patota para uno que
le había dado un beso a un compañero, a ver si aprendía a ser hombre,
festivales jocosos de escupos de muchos en contra de alguno,
confiscación de prendas de vestir o colaciones, vacío, ley del hielo,
etc., aparte de estas prácticas innobles, estaba el set de castigos
institucionales del colegio.
Administrativamente, los castigos eran las malas notas, las
inasistencias, la repitiencia de curso, la expulsión de la sala, la
expulsión del colegio.
También estaban las metodologías de disuasión corporal. Recuerdo al
padre Andrés dando cachetadas, le decíamos el macho Andrés, era un
enorme cura macizo y rojo, de mirada azul. En la sección palizas, que
combinaban palmadas, mandobles con el revés y patadas, vi una muy
completa propinada por el cura Romahn a uno de mis amigos en la sala de
clases. El cura estaba desatado, completamente fuera de sí. En cuanto a
golpes dados fríamente con el puntero de madera sobre las palmas, que el
castigado debía presentar con los brazos estirados y ante todo el resto
de la clase mirando, recuerdo al padre Martín. Eran pastores de otro
tiempo, que arreaban como podían a sus ovejas, eso era parte de su
deber. Las humillaciones públicas sarcásticas o irónicas se confiaban a
los profesores.
No hay como la disciplina, decían entonces, para domesticar a los
niños y enseñarles a ser ordenados, para inculcarles un método. Nos
inculcaron su método. El insoportable tedio de la enseñanza, además, le
daba a la burla y a la violencia en contra de los más débiles el encanto
que suelen tener los pasatiempos digamos circenses, pasatiempos en este
caso miserables y malformadores.
Por encima de la violencia de los compañeros en el patio y de los
curas en acción pedagógica, flotaban las doradas amenazas y coacciones
de tipo espiritual que provenían de la fe. El infierno era pintado
vivamente por esos curas amargos y depresivos en sus prédicas y en las
clases de religión. El órgano de la iglesia tronaba en medio de las
misas, y quien no estaba en estado de gracia (teníamos nueve, diez, doce
o catorce años) podía irse al infierno eterno y ser consumido
diariamente por las llamas, situación que se hacía extensiva, además, a
mi padre, por ejemplo, ya que él no iba a misa. El demonio putrefacto y
el pecado, el omnisciente ojo de Dios, el ángel de la guarda, la vida
eterna, sujetaban nuestros actos o al menos les quitaban la alegría, la
espontaneidad. De tal manera que yo me esforzaba por salvarme y, cosa
más difícil, por salvar a mi padre, quien por otra parte no manifestaba
demasiado interés por mis esfuerzos y seguía fumando y leyendo
tranquilamente. Con todo, intuí pronto que ni los curas con sus sotanas
ni los compañeros más católicos o sus familias creían realmente
demasiado en todo aquello. Convivían con la fe de manera más bien
burocrática, sin sentir mucho nada.
El colegio le ponía mucho ímpetu al deporte entendido como un culto
austero del cuerpo, orientando ese esfuerzo a quebrar récords y ganar
pruebas. Nos preparábamos durante meses para los campeonatos
interescolares de atletismo. De modo menos declarado se veía al deporte
como una herramienta cristiana para ganar la lucha por la pureza y
contener los naturales deseos eróticos de los estudiantes, por cierto
todos varones. Me costó años, más tarde y mucho después del colegio,
retomar un contacto amable con mi propio cuerpo y mi propia musculatura,
considerados insuficientes por los estándares deportivos del Liceo
Alemán, cuyos profesores de gimnasia venían de la Escuela Militar con
cara de mala uva.
No todo fue tan malo, sin duda. De los boy scouts debo
agradecer que me hicieran descubrir la belleza de la vida al aire libre
de nuestro país, los lagos y bosques, las constelaciones, el orgullo de
marchar, acampar y sobrevivir, el gusto por la vida grupal. Fui parte de
la Academia Literaria, un grupo donde nos tratábamos de usted unos a
otros. Hice algunos amigos, y conservo en la memoria lo hermosamente
vivido y compartido en esas amistades.
En cuanto a la política, se estimaba como decente no hablar de nada
que tuviera relación con democracia, participación social, partidos
políticos, visiones de la vida colectiva. En realidad los curas odiaban
la política y odiaban a los izquierdistas, y la democracia los hacía
sufrir. Era un colegio de ambiente ultraderechista.
Algunos de mis compañeros guardan hasta hoy un bonito recuerdo del
Liceo Alemán, me consta, y por eso creo que los colegios no son en sí ni
buenos ni malos, sólo establecen un marco donde los niños tienen
experiencias de aprendizaje, cada cual a su modo y desde su realidad.
Felices ellos que aprovecharon bien un tiempo de sus vidas y unos
recursos.
Me consta que el aprendizaje está en todas partes, y ocurre a cada
instante. No creo en que las cosas “se enseñen”, uno se educa de manera
múltiple, sobre todo aprendiendo de quien admira o de quienes quiere,
emulando, buscando, equivocándose, entrando en cosas nuevas. Yo no
recuerdo haber admirado ni menos querido a ningún cura o profesor de ese
colegio. Con una excepción quizá, el cura Smith, un norteamericano que
por razones que nadie entendía bien era miembro de esa congregación
alemana, y este cura, al que llamaban el Chuzo, era como un cowboy
con sotana. No sé por qué se ganó mi respeto. El padre Limberg era
también rudo, y aunque no era yo su fan sentí alguna vez una oleada de
simpatía por sus actitudes, digamos, paganas, más en contacto con la
tierra que con el cielo. Igual eran seres rojizos, lejanos, implacables.
Tras mi fastidiosa experiencia en el Liceo Alemán de Santiago, entre
1953 y 1963, quedé algo escéptico respecto a la bondad de los colegios.
Eran aquellos otros tiempos, absolutamente, pero el núcleo del invento
sigue vigente: recintos cerrados con muros o rejas, segmentación de los
espacios en salas, de los tiempos en horarios, de las materias en ramos,
de las personas por edades y roles, uniformes, aburrimiento, disuasión
más ruda o más suave a quienes se resisten, notas, etc. Y una sospechosa
coincidencia del horario de los colegios con la jornada laboral de los
padres, o sea, que en muchos casos en lugar de hablar tanto de educación
debieran confesar que se trata de aparcar a los niños en algún lugar,
de deshacerse de ellos.
Es la de los colegios un tipo de enseñanza estandarizada por razones
de control y de economía operativa, y que adicionalmente introduce a los
niños a la vida esclava de los trabajos absurdos en jornadas
innecesarias, sosteniendo aquel absurdo andamiaje mediante lenguajes
hipócritas. Los colegios asumen y transmiten la gran tradición opresora
de las galeras, las plantaciones de algodón, las minas, los internados,
los regimientos, los conventos, las oficinas o los hospitales.
La educación real, la que nos hace personas, no es ni puede ser
estandarizada. Por el contrario, es una sucesión de momentos
resplandecientes, y ocurre con intermitencia a lo largo de toda la vida.
Se basa en la confianza y no en la desconfianza, se da como un proceso
dialéctico, de transformación, con avances y retrocesos, vueltas,
olvidos e inmersiones, siempre en libertad. Cuando hemos aprendido nos
sentimos un poco otros.
Es algo que no tiene nada que ver con recintos cerrados. Tampoco con
notas, castigos, uniformes, asistencias, útiles escolares u horarios, y
menos aún con congregaciones religiosas.
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