Los
autores de esta columna abordan aspectos de la política de acreditación
de la educación superior chilena que, a su juicio, impactan
negativamente en la calidad de la enseñanza y en la generación de
investigación académica. Su crítica apunta a que los mecanismos que
emplea la CNA para acreditar universidades tienen como ejes el examen de
la “gestión institucional” y la “sustentabilidad financiera”:
infraestructura, recursos humanos y equipamiento, entre otros factores.
Esto, sostienen, deja la “calidad” en un segundo plano y sometida a
criterios de regulación que representan “intereses corporativos” y
“mecanismos de mercado”.
Durante la segunda
mitad del siglo XX la universidad chilena fue concebida bajo la relación
entre Estado-nación, bienes públicos (o bien común) y un conjunto de
definiciones desarrollistas de alcance nacional. Lo anterior se traducía
en una visión de la institución universitaria que hacía confluir
dimensiones formativas, cualidades ciudadanas no cuantificables y beneficios asociados a las prestaciones profesionales en el mundo del trabajo. Bajo los gobiernos radicales esa fue -a grosso modo-
la condición moderna del programa universitario chileno. Cabe subrayar
que hasta hace cuatro décadas las universidades tradicionales se
concentraban en estatales, tradicionales laicas y tradicionales
confesionales. En este contexto, mediante la modernización estatal, tuvo
lugar una importante expansión de la cobertura educacional, donde el 25% de la matrícula global correspondía a la formación docente. En una perspectiva global, la universidad chilena heredaba el ethos
emancipatorio del proyecto ilustrado que se puede retratar bajo el
discurso inaugural de Andrés Bello: “Aquí todas las verdades se tocan”.
El progreso social y el compromiso país formaban parte del proyecto
fundacional.
Décadas más tarde, tras un viraje radical hacia la gestión privada, que en el caso chileno tuvo lugar bajo una modernización autoritaria
sin precedentes históricos, certificamos la “crisis de soberanía” que
afectó a la institución universitaria. La evidencia empírica tiene hitos
insoslayables respecto al control de las universidades por parte de
rectores designados por la autoridad militar. En ese marco el nombre más
emblemático recae en la figura de José Luis Federici y su malogrado
“Plan de racionalización universitaria” (1987). En nuestro caso la
desregulación se expresó en diversos programas de investigación que se
vieron afectados por el declive del Aporte Fiscal Directo. Creemos que
aquí está el quid de un problema mayor que debemos tratar de
descifrar, sin la pretensión de agotar su complejidad. Lo cierto es que
por muy diversas razones, tras la modernización post-estatal la
investigación en ciencias sociales comenzó a migrar hacia el plano de
aplicaciones instrumentales y estudios medicionales ad hoc a los requerimientos del mercado laboral. Sin perjuicio de reconocer una tendencia global, ello ha debilitado la condición soberana del
conocimiento científico-social y ha dado paso a una “fábrica imperfecta
de profesionales” (Riveros, 2013). Cabe advertir que una cosa fue el
programa clásico de las ciencias sociales, su vocación científico-social
bajo el ideario desarrollista (1950-1970) y otra, muy distinta, es su
actual operacionalización en diversas tecnologías de medición.
Hoy los mecanismos de acreditación para las universidades chilenas se centran fuertemente en el campo de la gestión institucional y la sustentabilidad financiera
en materias de infraestructura, recursos humanos, equipamiento y
actualización tecnológica. Este somero balance nos indica que la
controversial definición de “calidad”, antes resguardada por planteles
académicos identificados con un proyecto nacional, ha cedido a otros
criterios de regulación donde destacan los intereses corporativos de
diversos “grupos de presión”. Ello se traduce directamente en mecanismos de mercado. El bullado informe OCDE del año 2009
no escatimó adjetivos para advertir que en el caso de las “…
instituciones (universidades chilenas)… no está tan claro si esto está
logrando un mejoramiento significativo de la calidad de la enseñanza y el aprendizaje en la sala de clases, que se pueda medir a través de los resultados y la experiencia de los alumnos. Hay quejas con respecto a que los actuales criterios de acreditación son vagos y subjetivos
y que dejan un amplio margen a la interpretación personal por parte de
los pares evaluadores que pueden favorecer a instituciones similares a
las propias y perjudicar a aquellas que cumplen misiones distintas” (las
cursivas son un énfasis nuestro). Se trataba de una primera voz de
alerta que no fue debidamente escuchada en el debate público.
En la actualidad los programas de ciencias sociales implementan
formaciones instrumentales, que se expresan en planes curriculares que
estimulan el dominio instrumental del egresado (en una tesina) con
vistas a potenciar sus destrezas práctico-metodológicas y de paso
mejorar la inserción en los “focos de empleabilidad” referidos al campo
“proyectológico”. Así lo refuerza el “Manual para el desarrollo de procesos de auto-evaluación”
de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA), inicialmente gestionado
por la Comisión Nacional de Acreditación para el Pregrado (CENAP),
especialmente en el plano del perfil de egreso referido a: i)
fundamentos científicos, disciplinaros y tecnológicos; ii) orientación
fundamental proveniente de la declaración de misión y los propósitos de
la institución en que se inserta; y iii) el perfil establecido en los
criterios evaluados por la CNA. Todo este encuadre, sin perjuicio de su
coherencia interna, obedece a un criterio gestional que trata de
potenciar “conocimientos técnicos” y “conocimientos prácticos”.
El problema no se agota con delimitar una amplia gama de universidades bajo la modalidad de instituciones docentes.
Más aún si consideramos que una parte importante de la educación
superior cae en esa categoría. Por ello, y sin el ánimo de desestimar
los requerimientos técnicos consignados, la investigación social -salvo casos puntuales-
queda desmedrada respecto de su potencial tradicional, donde el “saber”
tenía una “incidencia sustantiva” en la definición de políticas del
desarrollo. Hoy se ha establecido como axioma la acreditación de
universidades en docencia y gestión institucional y se
ha dejado en un segundo plano los programas de investigación, cuestión
que atenta contra la constitución de nudos críticos y, en cambio,
estimula la irrupción de una cultura de tecnopols.
Más
del 90% de las acreditaciones, de 2008 a la fecha, no consideran el
ítem de investigación, sino que centran buena parte de su cuestionario
en indicadores de sustentabilidad. Simultáneamente,
aquellos criterios referidos a la retención de cohortes, tasa de
titulación, morosidad, expansión de la matrícula con relación a la
extensión de la planta académica, están vinculados con una casuística de
mercado de difícil proyección. Esta fue la situación que -entre otras-
afectó a la Universidad de las Américas
y se tradujo en rechazar su acreditación, sin perjuicio que la
institución puede contar internamente con programas y carreras
acreditados, dado que no hay un carácter vinculante. Ello lleva a la
paradoja de titular profesionales de una carrera acreditada, pero
provenientes de una institución no acreditada. Esta vez la explosión de
la oferta académica sugerida por la propia CNA no mantuvo el equilibrio
con la tasa de retención y con la inversión en recursos humanos. El
resultado de todo este proceso es evidente y se traduce en una reducción
de plusvalía del egresado en el mercado del trabajo, por cuanto queda
sujeto a los coeficientes de ganancia e inversión. A decir verdad, el
énfasis puede recaer en una variable u otra. Ello llega a ser parte de
una casuística, sin sumar el juego de intereses con que se enfrenta un
proceso de acreditación.
Lo anterior se ha visto agravado porque el “rasero” de la CNA se sirve, esencialmente, de indicadores de logro (retención,
cobertura, inserción laboral, morosidad, tasa de titulación) que no
apoyan un programa de ciudadanía en el proceso formativo, sino que
sitúan en la gestión de una “unidad de servicios”. Todo ello debe ser
considerado a propósito del informe OCDE. Cuando nos referimos a la
dimensión pública, no hacemos mención a un “espacio” estrictamente
estatal. Como nos enseña la experiencia internacional, los “territorios
de lo público” pueden tener más de una expresión. La peculiaridad del
caso chileno -por obra y gracia de una modernización autoritaria-
redunda en que todo ámbito que se ubica por fuera del plano estatal
queda ipso facto relegado a la más cruda iniciativa privada.
Lejos de repudiar la relevancia de algunos indicadores de logro, ellos en ningún caso pueden fundar per se una política académica, pues los resultados se traducen en una docencia sin insumos investigativos, restringida al modelo part time
y la prestación instrumental en el mercado del trabajo. Debemos
recordar que el desmantelamiento de la matriz estatal bajo la
desregulación de los años 80 estableció las bases de una modernización
que fue alevosamente profundizada en los últimos dos decenios, so
pretexto de cobertura. En sus orígenes, la CNA buscaba conciliar dos
cuestiones esenciales: de un lado, la expansión de la cobertura y la diversidad institucional, y de otro, la “libertad de elección” de los padres o los propios estudiantes. De allí que se trataba de establecer una prevención regulatoria frente a los “círculos políticos”. Sin embargo, ha quedado en evidencia que este impulso inicial no pudo trascender el juego de intereses corporativos.
El año 2012 tuvo lugar un escándalo que no vale la pena comentar por
cuanto puso en evidencia la comunidad de intereses. Allí, y en pleno
proceso de acreditación de ocho universidades, la CNA de modo algo
irrisorio externalizó una potestad financiera en una “aseguradora de
riesgos” como Feller Rate, cuyos criterios están más bien asociados al
mundo del retail y los riesgos de la banca, a diferencia de una
universidad y sus externalidades intangibles. A pocos días fue la
propia Superintendencia de Valores y Seguros quien rechazo públicamente
la función complementaria de la “aseguradora de riesgos” designada por
la CNA. Ello vino a representar un punto de inflexión, por cuanto era la
oportunidad para impugnar radicalmente la vertebración corporativa de la CNA.
Si bien los límites de la “razón estatal” deben ser sopesados
respecto de otras formas de instrucción educacional, donde se reconozca
una mixtura entre bienes públicos y gestión privada, nos resulta
inexcusable la ausencia de un debate nacional sobre la “liberalización
educacional” durante los años 90. Ello agravó la instauración de nuevas
instituciones de educación superior que, muchas veces, se sustentaban en
base a decretos administrativos o bien en virtud de su carácter legal.
Como si la expansión de la cobertura resolviera per se el
difícil tema de la “calidad”. No podemos desconocer que ello estableció
un estímulo perverso, por cuanto no cauteló la relación entre formación
profesional (perfil de egreso) y las demandas del mercado laboral,
referidas al enrolamiento en focos de empleabilidad.
Hoy es necesaria la elaboración de un marco regulatorio que
no implique el retorno a un estatismo educacional intrusivo. La Ley
Beyer constituye una variante -extremadamente controversial- si
atendemos a los ciclos de movilización del período 2011/2012. Es
necesaria una mirada creativa sobre las nuevas mixturas público-privado,
sus aportes y sopesar la constitución de modelos complejos de educación
que bien pueden contribuir a una educación que, inclusive, pueda
salvaguardar los territorios públicos de la ciudadanía. No podemos negar
la existencia de universidades privadas con vocación pública, es el
caso de una serie de instituciones que emergieron a mediados de los años
80’ con un discurso crítico hacia la dictadura y que se harían parte de
la invocada diversidad institucional. Como antes
subrayamos, la universidad puede defender una concepción pública sin
estar sujeta a los dictámenes del Estado. En este sentido, “lo público”
no es exactamente igual a lo estatal; el ciclo de secularización que
experimenta la sociedad chilena nos hace prever que se trata de un
debate en desarrollo para los próximos cuatro años.
Dicho sea de paso, y para evitar toda ritualización, bajo el
ancestral programa docente (1938-1970) los subsidios eran entregados a
la educación superior sin mecanismos de auditoría en el uso de recursos
estatales y alcanzaron en promedio más del 5% del PIB. Esto arroja un aspecto sustantivo, dado que la inclusión estatal, contra el sentido común, también promovió la educación selectiva
en la sociedad chilena durante el periodo desarrollista (1950-1970).
Debemos señalar que el Estado chileno indirectamente contribuyo a
fundar una élite de la reforma. Aunque resulte contradictorio,
la educación pública fue una experiencia reformista y al mismo tiempo
“elitaria” que da cuenta del carácter selectivo de
la universidad chilena (1950-1970). En un nivel más operativo, el
reclamo actual pasa por una mayor asignación del PIB destinado a
educación, tal cual lo han practicado sociedades europeas, más allá de
su apego al modelo de bienes y servicios. El promedio de la OCDE es
cercano al 5% del PIB, en cambio, el modelo chileno (pese a la
desbancarización) aún no alcanza esos niveles.
Más
allá de la relevancia de las dimensiones sancionadas por la CNA para
medir “calidad” (propósitos, integridad, estructura curricular,
resultados del proceso de formación, recursos humanos, infraestructura y
vinculación con el medio), existe un “vacío” referido a una dimensión
integral de ciudadanía con cualidades solidarias, expuesto en otro
registro por el Consejo de Rectores (Cruch): el desafío de la educación
como un espacio de convivencia que reduzca la individuación que tiene
lugar en una sociedad de bienes y servicios. Más aún, cuando actualmente
las fluctuaciones del mercado laboral y el déficit de cobertura estatal
expresado en focos de empleabilidad, asesorías, diplomados, OTEC,
cursos a distancia, han ido fortaleciendo procesos que difieren de los
clásicos postulados universales, culturales e ideológicos que eran el
soporte de la educación integración social en el marco de un proyecto
país.
Por último, debemos subrayar que el acento presupuestario de la CNA
obstruye un debate de excelencia encabezado por figuras académicas
nacionales, con prescindencia de las representaciones corporativas. De
allí que la Superintendencia de Educación -entre otras propuestas-
podría constituir una institución que permita mejorar los mecanismos de
acreditación que eran parte del aporte fundacional de la CNA. Ello debe
trascender radicalmente la tentación administrativa y financiera, y los
mecanismos de mercado, que hemos visto en los últimos años. El problema
de fondo se relaciona con que la acreditación funciona como un subsidio a
la demanda, por cuanto el Crédito con Aval del Estado
(CAE) se obtiene bajo la visación de la CNA, aunque todo indica que el
incentivo debería subsidiar la oferta. Ello estimula un maridaje espurio
y perverso entre la asignación de recursos y los mecanismos de
aseguramiento de la calidad. Esta dimensión “defectuosa” debe ser
corregida si la universidad chilena no quiere padecer la desazón de un
“acreditador no acreditado”.