El
suicidio de Alejandra, adolescente, dirigente estudiantil y madre de un
pequeño de seis meses, que no obtuvo atención psiquiátrica oportuna,
nos interpela y mueve a nuestros columnistas a alertarnos sobre el
aumento creciente en las tasas de suicidios en Chile en los últimos 15
años: 55% entre 1995-2009, siendo sólo superado por Corea del Sur entre
los países de la OCDE. Aquí muestran los estudios que señalan algunas de
las razones de tan miserable récord: un malestar social y subjetivo
que, según los estudios pertinentes, tiene una alta correlación con el
aumento del PIB y los niveles de desigualdad en nuestro país.
Alejandra Carrasco
tenía 18 años. Era estudiante de cuarto medio del Liceo Carmela
Carvajal y había sido dirigente durante las movilizaciones estudiantiles
de 2011. Alejandra era madre de un niño de 6 meses. El 20 de Septiembre
Alejandra decidió quitarse la vida. Se suicidó esperando una atención
psiquiátrica que no alcanzó a llegar.
Una estudiante que salió a marchar para exigir una mejor educación; una madre adolescente que pensó en la posibilidad del aborto y que revela la carencia de un sistema de protección; una niña deprimida que al menos desde julio presentaba ideación suicida y que no tuvo acceso a un tratamiento en el servicio público…
El suicidio de Alejandra abre muchas preguntas. Una estudiante que
salió a marchar para exigir una mejor educación; una madre adolescente
que pensó en la posibilidad del aborto y que revela la carencia de un
sistema de protección; una niña deprimida que al menos desde julio
presentaba ideación suicida y que no tuvo acceso a un tratamiento en el
servicio público, debiendo costear particularmente el alto precio de los
medicamentos. El suicidio de Alejandra interpela a la institución
escolar, al servicio de salud, a la protección social… el suicidio de Alejandra nos interpela a todos: es un resumen del malestar social y subjetivo que afecta hoy a Chile.
EL “MODELO” Y EL SUICIDIO EN CHILE
Para el escritor Albert Camus no existía sino un problema
verdaderamente serio y fundamental: juzgar si la vida vale o no la pena
de ser vivida. La primera pregunta que debemos responder –pensaba Camus-
es la pregunta por el suicidio.
A nivel mundial las tasas de suicidios han aumentado en un 60%
durante los últimos 50 años, y este aumento ha sido más acentuado en los
países en vías de desarrollo. El problema es más grave si consideramos
que por cada persona que comete un suicidio, hay 20 o más que intentan
suicidarse. Asimismo, a lo largo de los últimos 15 años, Chile ha
conocido un aumento creciente de las tasas de suicidio (un 55% entre
1995-2009), siendo el país de la OCDE donde más han aumentado dichas
tasas, sólo superado por Corea del Sur.
A nivel global existe mucha variabilidad en la prevalencia del
suicidio. En el caso chileno, un factor clave para entender estas
variaciones está dado por los procesos acelerados de modernización y de
crecimiento económico durante los últimos 20 años, acompañados por
modificaciones importantes en el mercado del trabajo (flexibilización,
precarización). Estas transformaciones han producido un contexto social
que puede ser caracterizado como de alta incertidumbre y vulnerabilidad.
Por lo tanto, si bien se trata de un fenómeno individual que debe ser
considerado en la singularidad de cada historia de vida, el suicidio no es simplemente una respuesta frente al impasse (físico y psíquico) que produce el sentimiento de ser desbordado por un sufrimiento insoportable. El suicidio está asociado también a un “modelo” de desarrollo: existe
una alta y significativa correlación entre el número de suicidios, el
aumento del PIB y los niveles de desigualdad en Chile desde los años 80. Dicho de otro modo, a mayor crecimiento con desigualdad, mayores tasas de suicidio.
¿Cómo explicar este fenómeno? La hipótesis clásica (que debemos al
sociólogo Emile Durkheim) sostiene que transformaciones sociales
excesivamente rápidas (como fluctuaciones económicas marcadas por
períodos de prosperidad o crisis) perturban los códigos compartidos y
afectan el enraizamiento al tejido social que permite a los individuos
crear lazos de sociabilidad, produciendo un debilitamiento de la
integración o cohesión social. Ahora bien, tal hipótesis debe ser
repensada para el caso chileno. Primero, porque el tipo de relación entre procesos económicos y tasas de suicidio dependerá del nivel de ingresos de cada país,
así como del nivel de gasto en protección social y los niveles de
desigualdad; segundo, porque la sensibilidad a las variaciones
económicas no será la misma en los distintos grupos etarios.
El suicidio está asociado también a un “modelo” de desarrollo: existe una alta y significativa correlación entre el número de suicidios, el aumento del PIB y los niveles de desigualdad en Chile desde los años 80. Dicho de otro modo, a mayor crecimiento con desigualdad, mayores tasas de suicidio
¿Quién se suicida en Chile? Si bien la mortalidad general muestra las
mismas tasas en todos los niveles de la estructura social, el suicidio tiende a ser más común en aquellos contextos de la sociedad donde se acumula pobreza, vulnerabilidad y exclusión.
Dicho de otro modo, no sólo el ingreso sino que también el suicidio se
distribuye desigualmente en Chile. El perfil del suicida chileno puede
ser definido como una persona que ha acumulado un alto malestar y
hostilidad originado por las dificultades en el proceso de integración
en la sociedad y en los altos niveles de desigualdad, lo cual se
expresaría como violencia… pero dirigida contra sí mismo.
Por cierto, a nivel global una de las características del suicidio
contemporáneo es el crecimiento acelerado de las tasas entre los más
jóvenes. De hecho, históricamente en Chile las tasas son más elevadas en
las personas de mayor edad, pero hoy la tendencia se invierte hacia los
grupos más jóvenes.
EL SUICIDIO ADOLESCENTE EN CHILE
El suicidio adolescente es un fenómeno que se ha transformado en un
serio problema epidemiológico y de salud pública a nivel global. Todo
parece indicar que será uno de los grandes problemas sanitarios en las
próximas décadas. De hecho, a pesar de ser un fenómeno sub-estimado en
distintas mediciones, hoy el suicidio es la segunda causa de muerte
entre los jóvenes del mundo (sólo después de los accidentes de
tránsito), y si bien las tasas son 2,6 veces más altas en hombres que en
mujeres, hoy el suicidio es la causa de muerte más común en las adolescentes mujeres entre 15-19 años.
¿Y qué sucede en Chile? Durante los últimos 10 años nuestro país duplicó su tasa de suicidio adolescente, representando el segundo mayor aumento entre los países de la OCDE.
Si en el año 2000 la tasa de suicidios adolescentes (10-19 años) era
de 4 por cada 100 mil habitantes, hoy ha alcanzado los 8 por cada 100
mil, y se estima que para el año 2020 la tasa sea de 12 suicidios por
cada 100 mil habitantes. En la Región Metropolitana un 62% de los
adolescentes (14-19 años) ha presentado ideas suicidas en algún momento
de su vida, mientras que un 19% ha realizado un intento de suicidio.
En este contexto, la disminución de la mortalidad por suicidio en los adolescentes se ha transformado en un objetivo sanitario prioritario para la próxima década. La conducta suicida en adolescentes es motivo de consulta frecuente en los servicios de urgencia
o en unidades de tratamiento intensivo. Más de un 50% de las
hospitalizaciones de niños y adolescentes en unidades psiquiátricas han
sido motivadas por intentos de suicidio.
Sin embargo, existe poca evidencia sobre qué tipo de intervenciones preventivas o psicosociales son más efectivas, así como una gran controversia sobre los potenciales riesgos de suicidabilidad por el uso de antidepresivos.
Ahora bien, los mayores problemas siguen siendo que las autoridades de
salud no han reconocido la relevancia de este problema (o al menos ello
no se ha reflejado en políticas específicas), y la restricción en el
acceso a tratamiento. De hecho, un informe de evaluación del sistema de salud mental en Chile
elaborado por la OMS (2007) señala la necesidad de diseñar una política
nacional de salud mental para los niños y jóvenes. Dicho informe
subraya que existen muy pocos dispositivos de salud mental específicos
para responder a las necesidades –también específicas- de los
adolescentes.
En otras palabras, tanto los adolescentes como el suicidio han
tendido a ser invisibilizados por nuestro sistema de salud. Pero
tragedias como la de Alejandra nos vuelven a recordar que tenemos una
gran deuda con la salud mental de los adolescentes.
LA SOCIEDAD INTERROGADA
Tal vez Camus tenía razón cuando afirmaba que el único problema
verdaderamente serio es juzgar si la vida vale o no la pena de ser
vivida. Pero sea cual sea la respuesta, el acto suicida de un
adolescente será siempre un enigma.
No existe un perfil definido del suicida adolescente, tampoco una
patología psiquiátrica establecida, sino distintos vectores que se
conjugan en un contexto de vulnerabilidad (social y subjetiva). El
suicidio de los adolescentes no puede ser analizado exclusivamente como
una realidad epidemiológica o un problema de salud pública, sino que es
además un problema sociológico que revela un modo de “hacer sociedad” e
interroga sobre el colectivo. Y es que el gesto suicida es ante todo una ruptura del lazo social: con la familia, los amigos, la pareja, etc… pero sobre todo la ruptura de un diálogo (con el otro y consigo mismo).
De ahí que toda política de prevención resida esencialmente en la lucha
contra el aislamiento social y la restauración del diálogo.
La generación actual de adolescentes chilenos ha crecido en un contexto de modernización acelerada y han debido formar sus identidades, proyectos y relaciones bajo una creciente demanda de autonomía, pero al interior de una sociedad que no entrega a todos –o no distribuye igualmente- los recursos, capacidades o soportes sociales necesarios para resolver tales exigencias
Hijos de los grandes cambios que Chile ha conocido desde el “retorno a
la democracia”, los adolescentes son los testigos privilegiados de las
transformaciones y conflictos de nuestra sociedad. La generación actual
de adolescentes chilenos ha crecido en un contexto de modernización
acelerada y han debido formar sus identidades, proyectos y relaciones
bajo una creciente demanda de autonomía, pero al interior de una
sociedad que no entrega a todos –o no distribuye igualmente- los
recursos, capacidades o soportes sociales necesarios
para resolver tales exigencias. En un contexto (hiper)individualizado,
con una fuerte presencia del mercado en la provisión de la protección
social, los adolescentes chilenos deben producir por sí mismos el
sentido necesario para una vida social incierta. Y cuando los adolescentes no logran soportar la ausencia de soportes sociales, entonces el suicidio aparece como una respuesta –anómica, violenta- de impotencia.
La autoagresión es la manifestación de un odio y una violencia contra
sí mismo que es también la expiación de un odio y violencia frente al
otro (individual o social).
El caso de Alejandra es evidentemente una situación extrema, pero que
en su radicalidad señala dimensiones de la experiencia subjetiva y
social donde la pregunta a formular sobre el malestar no es sólo
“funcional” (qué relación –paradójica o no- se establece entre las
expectativas de los individuos, las oportunidades que ofrece el “modelo”
y el grado de satisfacción o incluso de felicidad con la propia vida),
sino que apunta a las condiciones para que la vida sea experimentada
como digna de ser vivida.
A veces nos encontramos con la dolorosa experiencia de sujetos que
sólo encuentran en sus actos más extremos la posibilidad de inscribir lo
que no encuentra un lugar de palabra. En este sentido, los adolescentes
tal vez pueden ser considerados como reveladores antropológicos de una
condición social que sólo parece ser mostrada a través de actos que
demandan un lugar de reconocimiento: en su extremo más doloroso como acto suicida, o en su dimensión más vital como el valor de jóvenes que con sus actos políticos nos recuerdan que la vida puede –y debe- ser vivida de otro modo.