Publicado: 25.09.2013
Un avance de los
últimos años es como se ha instalado en el debate público la necesidad
de abordar el problema de la desigualdad social y económica en Chile.
Sin embargo, que se hable del tema no asegura que podamos tener mejoras
significativas en la materia. Más allá de las buenas intenciones, es un
asunto complejo de resolver: podemos tratar y simplemente no lograrlo.
Además, abordarlo seriamente implica redistribuir el poder, lo que
conlleva ineludiblemente a la existencia de ganadores y perdedores: los
potenciales perdedores tratarán de bloquear los cambios.
En este debate, una de las ideas que más se repite es que la clave
para derrotar la desigualdad está en la educación. Este planteamiento y
las formas concretas que usualmente toma son un buen ejemplo de las
dificultades ya descritas.
Por un lado, quienes sostienen que la clave está en la educación,
muchas veces lo hacen para convencernos de que, por ejemplo, no debemos
aumentar el nivel de negociación colectiva o darle real densidad a
nuestra democracia, medidas que, al distribuir el poder, podrían ayudar a
que hoy y no solo en 30 años más tuviéramos avances significativos en
la reducción de la desigualdad. Esta forma de argumentar, cuyo real
interés es bloquear la distribución de poder, se basa en el cuestionable
supuesto de que lo obtenido en el proceso productivo está en gran parte
explicado por la productividad de los trabajadores y no por el poder
que estos tengan al interior de la empresa o de la sociedad para
aumentar su porcentaje de las ganancias.
Por otro lado, la idea de que la educación es la clave para derrotar
la desigualdad también es problemática cuando los cambios que se
proponen no apuntan a la raíz del problema. En particular, difícilmente
el sistema educacional revertirá una parte sustantiva de la desigualdad
económica y social si éste se sigue configurando en dos sistemas
segregados: los establecimientos municipales y colegios particulares
subvencionados por una parte, donde asiste un poco más del 90% de la
población, y los colegios particulares pagados por otra, a los que
asiste el grupo restante, la elite del país.
Al respecto, los estudios muestran que –si sacamos una foto– los
altos niveles de desigualdad en Chile están explicados por la distancia
entre el 10% o 5% más rico y el resto de la población (incluso por el 1%
más rico y el resto) y que –si vemos la película– las familias que son
parte de la elite mantienen esa condición a lo largo del tiempo y
distintas generaciones, mientras el 90% restante tienen variaciones en
sus rentas que los hacen entrar y salir de la pobreza, subir y bajar en
la distribución de ingresos, pero rara vez logran ser parte del 10% de
más altos ingresos. Así, si la evidencia apunta a que el problema está
en la persistencia de la concentración de ingresos y poder en el 10% o
5% de la población (o el 1% en algunos casos), cabe hacerse la siguiente
pregunta: cómo podríamos hacer alguna contribución significativa desde
el sistema educacional a la lucha contra la desigualdad si seguimos
aceptando que ese 10% o 5% tenga un sistema educacional aparte, con otro
nivel de recursos económicos y pedagógicos.
De esta manera, dada la realidad chilena, para hacer un aporte
sustantivo desde el sistema educacional –uno entre muchos otros– a la
lucha contra la desigualdad, la agenda es clara: avanzar hacia un
sistema donde todos los colegios, incluidos los que actualmente son para
la elite, no tengan ningún tipo de selección, ni cobro alguno (donde el
exceso de demanda se resuelva con sorteos). Donde existan colegios
administrados por el Estado, privados, laicos y religiosos, pero que
ninguno de ellos esté destinado a un grupo en particular y donde todos
ellos, al cumplir condiciones mínimas (e.g. no lucro, no selección,
respeto por la diversidad, etc), tengan un financiamiento a través de
impuestos. Es decir, donde haya diversidad de proyectos educativos, pero
no de calidades educativas.
Una agenda radical como ésta generaría un conjunto de reparos. Por un
asunto de espacio y de relevancia nos concentramos en dos. Por una
parte, hay quienes argumentarían: no hay que nivelar para abajo, el
objetivo debe ser mejorar la educación del sistema público y no limitar
la posibilidad de la elite de tener un sistema aparte.
El problema de una argumentación de este tipo es que no reconoce que
el sistema educacional distribuye oportunidades y que en tal caso lo que
importa es la distancia entre las distintas calidades educacionales que
cada grupo recibe, no los niveles absolutos. Es el desempeño relativo
de los estudiantes lo que importa, por ejemplo, para efectos de entrar a
una buena universidad. En otras palabras, la estrategia de mejorar a
los que están abajo sin preocuparse de cuan lejos estén los de arriba
sería útil para, por ejemplo, ayudar a derrotar la pobreza desde la
educación, pero no para derrotar la desigualdad.
Por otra parte, una segunda objeción posible a esta agenda sería la siguiente: el Estado no tiene el derecho a limitar la libertad de los padres de asegurar la mejor educación posible para sus hijos.
Lo primero que uno debería reconocer frente a esta argumentación es que
hay un conflicto entre dos derechos o libertades: el derecho de los
padres de comprar la mejor educación para sus hijos con el derecho de
todo niño o niña a tener la mejor educación posible (no un mínimo) dado
el desarrollo económico del país.
Una agenda como la
que proponemos lo que hace es optar por el segundo derecho por sobre el
primero. La opción se puede argumentar desde distintos ángulos, pero
debería ser del todo natural para quienes dicen creer en la igualdad de
oportunidades (algo de moda por estos días), ya que es un total
contrasentido decir que uno cree en la igualdad de oportunidades y luego
afirmar que los padres tienen el derecho a darle un nivel de
oportunidades educacionales a sus hijos que, dado el nivel de desarrollo
del país, no es posible dar al resto de los niños y niñas. O uno cree
en la igualdad de oportunidades o uno cree que los padres tienen el
derecho a perpetuar sus ventajas a las siguientes generaciones. Ambas
ideas no son compatibles, sobre todo cuando hablamos de educación, que
es un canal clave a través del cual la elite puede heredar eternamente
sus ventajas.
Demás está subrayar lo radical de este cambio y la brutal oposición
que seguramente generaría en los sectores más privilegiados de nuestro
país. La existencia de colegios para la elite y otros para el resto de
la población –o simplemente la falta de educación hace algún tiempo– ha
existido desde siempre en Chile (es de las cosas malas que no inventó la
dictadura) y, por lo mismo, parece a estas alturas como algo natural.
Así como nuestro país siempre ha sido muy desigual, siempre también ha
tenido un sistema educacional diseñado para reproducir y reforzar tales
desigualdades.
Pero ni el nivel de potencial oposición, ni lo naturalizado que está
esta causa de la desigualdad, nos debe frenar en la necesidad de
discutir seriamente este asunto para buscar las mayorías necesarias para
avanzar en esta dirección. Hoy, y en buena hora, parece haber un
consenso entre el centro y la izquierda en cuanto a la necesidad de
fortalecer la educación pública, desmunicipalizar las escuelas y
terminar con el copago. Sin embargo, resulta contradictorio prohibir que
la clase media pueda pagar por sus colegios y lograr ciertas ventajas
(i.e. terminar con financiamiento compartido) y, al mismo tiempo,
mantener tal privilegio para la elite.
La educación puede ser una herramienta importante para avanzar hacia
una real igualdad económica y social en Chile, pero solo lo será si nos
tomamos en serio el que todos los niños y niñas de Chile merecen tener
una experiencia educativa de igual calidad, que no dependa del dinero de
sus padres.