En Chile, de un tiempo a esta parte –y no sólo en los círculos
académicos- se menciona a Finlandia como un paradigma de éxito en
materias de educación.
Sin duda que Finlandia ha tenido éxito, especialmente desde comienzos
del siglo XXI, ya que comparativamente, a nivel mundial, ha alcanzado
con sus estudiantes los más altos estándares de resultados en lectura,
matemáticas y ciencia.
Así, ya el año 2001, según pruebas PISA (Program for International
Student Assesment), los estudiantes finlandeses eran los mejores entre
43 países y la OECD declaró que el sistema educacional finlandés estaba
logrando los ciudadanos mejor educados del mundo.
¿De dónde tanto éxito? Esa es la pregunta que nos permitiría, quizás, aprender algo.
Desde luego, aclaro que me referiré solamente a la educación básica y
secundaria – la de adultos, la técnica-profesional y la universitaria
ameritarían una columna por separado.
La fórmula finlandesa exitosa queda bien descrita en una
especie de slogan, bastante chileno por lo demás: “educación pública,
gratuita, de alta calidad, equitativa, para todos”.
Pero, el mero slogan no describe qué se hizo para lograr el éxito que ahora todos reconocen y admiran.
En el centro de ese éxito se encuentra un completo énfasis en los
profesores y en el ejercicio de la noble profesión de educador.
Profesores que son maestros, seleccionados rigurosamente, bien
formados, en continuo perfeccionamiento, con autonomía curricular y
profesional.
Profesores respetados y admirados socialmente, bien
remunerados, conscientes de la importancia de un ejercicio autónomo y
responsable de su profesión; nunca, jamás amenazados, porque si alguno
de ellos no está desempeñándose a buen nivel entonces se le apoya para
su desarrollo profesional.
Profesores acompañados de los padres, los apoderados, las familias,
todos interesados en sus escuelas, que confían en los profesores y en
cómo y qué enseñan a sus hijos.
Profesores acompañados también de sus alumnos, que participan y
expresan interés y entusiasmo personal en sus procesos de aprendizaje.
Allí aparece el otro énfasis: los alumnos. Pero no como una masa,
esto es, “los estudiantes”, sino que cada educando, con sus
características, sus necesidades, sus fortalezas y sus debilidades. De
tal modo que el curriculum general se acompaña con un curriculum
especial, diseñado, pensado para atender las necesidades educacionales
específicas de cada uno de ellos, tanto de aquellos que se quedan atrás
como aquellos que se adelantan a los otros.
Surge también lo que se puede denominar “la escuela”, esto es el
conjunto, los profesores, los directivos, el lugar, el hábitat, en que
la educación se imparte. Todas ellas preparadas para proveer al
estudiante finlandés de una educación de alta calidad, no importando
dónde ella esté ubicada geográficamente ni la edad, el origen
socio-económico o el idioma de los estudiantes.
Una educación no solamente gratuita respecto de matrículas y
otros pagos sino también en cuanto a la alimentación, la nutrición, los
textos y demás materiales de estudio.
Escuelas involucradas todas en un proceso caracterizado por la
colaboración, no la competencia entre ellas. Y con un énfasis en la
equidad –que todos los estudiantes logren su mejor nivel- no en la
excelencia.
Lo anterior ocurre en un cierto contexto institucional y financiero, a
cargo del Gobierno central pero también, y actualmente de manera
esencial, del nivel local, representado por Municipios de larga
trayectoria en proveer servicios de alta calidad, especialmente aquellos
educacionales.
¿Cómo lo hicieron?
Primero, en un tiempo largo, más de cuatro décadas, de a poco, sin
apuros, concientes que la prisa podía destrozar un intento de reforma
educacional como la que se intentaría llevar a cabo.
Ello en básicamente dos etapas, una de mayor centralización y control
desde el Gobierno central (desde los años 60 a 1980); otra de mayor
descentralización y facultades amplias a los gobiernos locales, a los
profesores y escuelas mismas (desde 1980 en adelante).
Segundo, una reforma omnicompresiva, holística, no de medidas
específicas aisladas, fragmentadas, sin conexión entre ellas. La
reforma educacional abordó todo: los profesores, la administración, los
educandos, las remuneraciones, el curriculum, etcétera.
Tercero, un diálogo y acuerdo político de largo plazo, estable,
sustentable en el tiempo, flexible pero persistente, en que participaron
todos los estamentos relevantes: políticos, técnicos, profesores,
trabajadores, empresarios.
Cuarto, un ambiente de colaboración y no de competencia ni confrontación, en
especial la percepción compartida que la educación era la clave para el
desarrollo del país y para la vida de cada niño o joven finlandés.
No me cabe duda que el núcleo de todo ello fue el acuerdo y el liderazgo político de largo plazo.
Pienso que no se puede copiar mecánicamente el modelo
finlandés, pero se puede aprender de él, y especialmente, para el caso
de Chile, que sin un acuerdo político extenso y de largo plazo ninguna
política educacional que aspire al éxito lo alcanzará.
Nota del autor: esta columna sintetiza una extensa investigación
que ha incluido trabajos de diversos autores finlandés, especialmente de
quien es considerado el más grande de sus expertos, el profesor Pasi
Sahlberg, a quien agradezco la gentileza de haber contestado algunas de
mis interrogantes. Agradezco también a Daniel C. Levy (EE.UU.) y Johanna
K. Hakala (Finlandia) por proveerme de valiosa ayuda en las primeras
fases de mi exploración de este tema.