Columnas
22 de Julio de 2013
Es útil y justo –sobre todo en un país injusto–
que en la discusión pública que sostenemos hoy, en Chile, sobre
educación se hable mucho de dinero, de recursos, de acceso, asuntos que
requieren de soluciones nuevas y de cambios profundos. Sin equidad no
podremos jamás ser una sociedad sana. Educar sin equidad es un
contrasentido.
Al mismo tiempo, resulta inquietante que no se escuche a nadie hablar
de qué entendemos por educación, y de qué estamos brindando o
recibiendo cuando hablamos de educar. Los créditos, los aranceles, las
subvenciones, los presupuestos… son relevantes y decisivos, desde luego,
pero la orfandad de agenda propiamente educativa es un mal síntoma.
¿Es el aula de clases de 45 minutos, conducidas por un profesor o
profesora, la herramienta de formación más adecuada en una sociedad
digital? ¿Tienen que seguir teniendo rejas los colegios en su perímetro?
¿Constituye el éxito en mediciones estandarizadas como las notas, las
pruebas Simce o la PSU algo que sirva para formar personas y no tuercas o
tornillos de una máquina globalizada, en la cual nadie nos toma en
cuenta sino para transacciones comerciales? ¿Estamos educando para la
tiranía y el pesimismo, para la batalla continua de todos contra todos, o
estamos brindando espacios de crecimiento orgánico y humanista a las
nuevas generaciones? ¿Debe ser la educación pública una especie de
educación privada pero no tan de lujo, o están llamadas las
instituciones públicas a desarrollar y garantizar valores y
procedimientos decididamente distintos?
La educación estandarizada, medible y guerrera en la que están imbuidos muchos de los presuntos expertos educacionales no sólo no es capaz de dar respuestas a esa hazaña siempre personal y siempre cotidiana que es educarse, y que es vivir plenamente, sino que a menudo la obstaculiza, la degrada y la hace imposible.
Más crudamente aún: ¿arrastran quizá ocasionalmente las marchas,
protestas y propuestas sobre la educación un arribismo no declarado, un
consumismo ansioso de algo, esa cosa, la educación, que no “se consume”
como muchos creen, sino que, en verdad, es preciso vivir
dialécticamente? ¿Estamos hablando de dinero para comprar algo, o
estamos hablando de ese algo vivo y abierto que nos va convirtiendo día a
día en lo que somos?
De modo paradójico nos pertenece a los humanos la doble condición de,
generosamente, ayudarnos en un naufragio o en un terremoto hasta
salvarnos todos y, al mismo tiempo, o de manera alternada, pegarle con
el remo en la cabeza al vecino para que se hunda y salvarnos solos, o
hacernos los lesos ante el derrumbe de la casa de al lado.
Funcionamos desde el amor o desde el odio, desde el temor o desde el
placer. Como una columna de insectos, construimos entre todos un palacio
comunitario, o nos devoramos mutuamente hasta el exterminio. De allí
que seamos alternativamente conservadores o progresistas, pesimistas u
optimistas.
Hobbes, adscrito a la perspectiva existencial temerosa, considera que
en estado de naturaleza el hombre es una bestia, y que la civilización
política se hace por medio de la sujeción de todos a alguien que tenga
potestad de hacer morir a los desobedientes. Su propuesta de tiranía
civil se funda en el miedo a la destrucción generalizada del todos
contra todos, del hombre como lobo de los demás hombres.
El legado de Hobbes se mantiene vivo y goza de gran predicamento en
nuestros días. Que el hombre sea el lobo del hombre lo escuchamos decir
en Chile con frases como “no, si es la raza la mala”, o “agarra aguirre,
loco”. Y es esta filosofía estructural la que late también en el
corazón de nuestro modelo educativo. La educación nos es presentada por
unos y otros no tanto como un proceso, sino más bien como una cosa
inerte a la que se tiene o no acceso, como un ascensor socioeconómico,
un arma, un recurso, una herramienta.
Debemos dar a nuestros hijos con la educación la capacidad de
combatir. ¿Contra quiénes? Contra los hijos de los demás. El combate
puede ser con misiles o con carnicerías humanas, como vemos
ocasionalmente por la televisión, aunque en el día a día se da más bien
mediante el prestigio personal y el comercio.
El mall es el campo de honor donde nos jugamos la vida cada
fin de semana después de haber combatido en nuestros lugares de trabajo,
y la medida de la gloria o el poder lo da el dinero. Barrio, metros
cuadrados construidos de vivienda, relaciones sociales, destinos de
viaje, marca de auto, de computador, de smartphones, de ropa, colegio de
los niños, estudios universitarios, mascota, todo ello forma un kit
hecho de indicadores comparables: cuánto vale cada cosa, desde luego, y
qué rasgos de prestigio se adhieren a cada una de ellas.
Y no es que esté del todo mal este deporte. El comercio es en general
más amable que la guerra a balazos. Siempre será mejor una casa en un
barrio bonito que una en un descampado, y más vale un computador cool
que otro obsoleto. Pero de ahí a orientar la vida completa y cerrarla en
pos de unas determinadas cosas materiales hay una pérdida, porque
nuestros anhelos humanos son más complejos y más ricos y más cambiantes.
Vista la educación como un kit de recursos dentro del gran
kit familiar de herramientas de combate existencial, es lógico que se la
quiera medir, como se miden los arsenales de guerra. Lo que en la vida
económica es el dinero, o en el fútbol son los goles, en la vida
estudiantil viene representado por las notas, y en las instituciones
educacionales por los indicadores: metros cuadrados de edificación,
cantidad de doctores que dan clase, número de volúmenes de la
biblioteca, etc. La matemática permite comparar y establecer ganadores,
rankings, etc.
Nuestros temerosos y combativos partidarios de la vida como guerra
abierta o larvada se sienten más tranquilos (nunca del todo) al
considerar a la educación como un bien de consumo equivalente a la
vivienda o a la ropa, que se pueda medir en todos sus detalles medibles.
Medición incesante y obsesiva que alimenta un mercado de recursos
educativos donde la gente va a comprar educación con o sin aval del
estado.
Pero la educación (como el amor, como la amistad, como las
convicciones personales) no es una cosa, sino un proceso formativo, y
los procesos no se pueden comprar. Es inevitable vivirlos, con los
riesgos, avances, retrocesos, descubrimientos y vacilaciones propios de
lo que está haciéndose y por tanto carece de resultado asegurado.
No tiene mucho sentido gastar tanto esfuerzo en medir permanentemente
las partículas constitutivas de la educación. Al revés, tanta medición
introduce el miedo en los procesos, los obstaculiza, los empobrece y los
lleva finalmente al fracaso.
Aprendemos a ser la persona que cada día somos, y aprendemos a
habitar adecuadamente la personalidad que habitamos no tanto
apropiándonos de conocimientos estandarizados en horarios y espacios
también estandarizados, sino sobre todo siendo fieles a nuestro latido
personal, y enriqueciéndolo, cada cual a su modo, con los naturales
riesgos que la vida comporta, en un desarrollo no necesariamente lineal.
No hay una receta única y segura, cada persona es diferente. Y lo que
cuenta finalmente no es tanto lo que se nos quiere enseñar sino lo que
efectivamente vamos aprendiendo. Aprendemos de los demás, de la
realidad, de la historia, haciéndolo nuestro. No es interviniendo con
jornadas y agendas invasivas el aprendizaje de quienes aprenden como se
logran los resultados adecuados sino, por el contrario, brindando los
recursos y la confianza para que cada cual pueda seguir su propio
camino. Al final de toda vida está la muerte sonriéndonos, pero este
espacio vital de que disponemos podemos habitarlo con mayor o menor
plenitud, con más o menos humanidad, y de eso trata la educación
humanista.
La dimensión defensiva de la vida existe, y la seguridad física o
económica o social o laboral son ítems a los que debemos razonablemente
prestar atención. Pero también es cierto que no somos plenamente
personas sin un desarrollo individual que nos permita atender a nuestros
deseos (no sólo a nuestros temores), a nuestra identidad, a nuestras
capacidades creativas, a la relación amorosa o solidaria con los demás.
Dicho en palabras de Spinoza, contemporáneo de Hobbes, cada persona
persevera en su propio ser y busca permanentemente pasar de un estado de
menor perfección a uno de mayor perfección. Y así, lo que para uno es
saludable y enriquecedor, para otro puede ser extremadamente
destructivo. Lo malo y lo bueno no lo son en sentido abstracto y
superior aplicable a cada caso mediante pruebas Simce o PSU, sino que
cada ser de este mundo se nutre y se crece con según qué cosas o
personas, y se disminuye o se destruye en contacto con otras que no le
hacen bien. El deseo, apunta Spinoza, es la esencia misma del ser
humano. Son las virtudes del coraje y la generosidad las que nos
llevarán a darle cumplimiento sin hacer daño a otros. Somos cada uno de
nosotros un proyecto en desarrollo durante toda la existencia.
Hobbes murió anciano y apegado a la monarquía. Spinoza de mediana
edad, y cercano a los demócratas de su tiempo. Nosotros podemos seguir
midiendo los centímetros cuadrados o kilómetros cuadrados, o las horas y
años o pesando los gramos o kilos o toneladas de la artillería
educacional, o estar abiertos a la infinita diversidad de proyectos
humanos que comporta la vida social.
Poner a las personas en el centro de la vida y no a las mediciones o a
los estándares es lo que siglo y medio antes de Hobbes y Spinoza
proponían ya algunos pensadores del humanismo, síntesis del cristianismo
con los recién descubiertos textos clásicos. En su célebre texto sobre
la dignidad humana, Giovanni Pico della Mirandola hace hablar al Creador
que, tras haber dado forma a todas las cosas y seres vivos, le dice al
hombre:
“No te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una
prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la
prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu
intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros
seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescritas. Tú, en
cambio, no constreñido por estrechez alguna, te la determinarás según el
arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he puesto en el centro del
mundo para que más cómodamente observes cuanto en él existe. No te he
hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que
tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y
plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres
inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en
las realidades superiores que son divinas”.
Esa amplia e irrenunciable libertad de opciones y de programas
personales estamos llamados a vivir los humanos, compaginándola por
cierto con la estabilidad y la seguridad que la hacen posible. Tal es
nuestro desafío existencial como personas. Ese es el legado que sustenta
a la educación pública, a la formación libertaria, al trato ni
mercantilizado ni competitivo ni autoritario, sino simplemente humano.
Somos los dueños de nuestra existencia, no jadeantes alumnos o
profesores en pos de una buena evaluación. Necesitamos los recursos
propios de una buena educación no para medir ni ser medidos, no para
comprar o ser comprados, sino para desplegar creativamente nuestro ser
en consonancia con los demás.
La educación estandarizada, medible y guerrera en la que están
imbuidos muchos de los presuntos expertos educacionales no sólo no es
capaz de dar respuestas a esa hazaña siempre personal y siempre
cotidiana que es educarse, y que es vivir plenamente, sino que a menudo
la obstaculiza, la degrada y la hace imposible.
Sería una pena que todos quienes luchan por una educación digna
consigan finalmente después de tanto esfuerzo una educación indigna,
esclavizada y fundada en el pesimismo existencial, un simple acceso a un
mall educativo que en verdad más que educar pervierte y más
que enriquecer empobrece. Bienvenida sea en cambio la abundancia para
hacer posible el buen vivir, para nutrir una existencia en libertad y en
plenitud.
Tal como el amor no le pertenece a los psicólogos ni a los
cantautores por mucho que se ocupen ellos profesionalmente del tema,
tampoco la educación es patrimonio de profesores, políticos o
economistas.
Aprendemos porque somos humanos, aprendemos con o sin colegios, con o
sin universidades, aprendemos de niños, de jóvenes y de viejos. Somos
animales nacidos para aprender. La educación es para cada uno de
nosotros un camino personal, un proceso dialéctico infinito y cotidiano.
Lo que pueden aportar en este proceso las autoridades, las
instituciones y los expertos es brindar a las personas de manera
equitativa los recursos y la libertad para que el aprendizaje sea rico,
sea personal, sea cívico, sea creativo.