Argumentos que contradicen un “proyecto país” que comparten desde la derecha a la izquierda
Publicado: 05.06.2013
¿Cree
usted en las ventajas de la meritocracia? ¿Cómo no compartir la idea de
que la sociedad debe repartir los bienes de acuerdo a las capacidades y
esfuerzo y no en función de la cuna, el colegio y las vías por las que
se perpetúa el poder? La idea “de emparejar la cancha” para “que gane el
más mejor” forma parte de una ambición social compartida por quienes
buscan un país más justo. Las columnas de Matías Cociña, sin embargo,
muestran que una sociedad perfectamente meritocrática puede ser tan
desigual e injusta como la actual. En estos tiempos en que se discute
cómo organizar la educación, la salud y hasta la Constitución, Cociña
invita a revisar una idea en la cual se depositan esperanzas.
A fines de 2012
Benjamín González, entonces alumno de cuarto medio del Instituto
Nacional, generó más de una incomodidad al pronunciar un discurso de
graduación inusualmente crítico. El instituto de excelencia, decía
González, enseña a sus alumnos que “errar es humano, pero no
institutano”, y basa su pedagogía en la seguridad de que allí llegan los
mejores entre los mejores. Se preguntaba González, “¿por qué intentar
separar al institutano del humano común y corriente? ¿Tan inteligentes
somos?”
A diferencia de una firma capitalista, la sociedad no tiene como fin maximizar su utilidad, ni siquiera maximizar la producción de bienes y servicios. El orden social democrático obedece a la idea de justicia, bien común y autogobierno
En medio del ejercicio de desahogo respecto de su experiencia
escolar, González esbozaba una crítica institucional cuyas raíces se
encuentran más allá del edificio de Arturo Prat 33. El discurso de
González es devastador: “No podría sentirme orgulloso de ir a un colegio
donde la sola idea implica discriminación. Si la educación en Chile
fuera buena en todos los establecimientos educacionales ¿qué motivo
habría para la existencia del Instituto Nacional? Ninguna. Si mi antiguo
colegio me hubiese ofrecido la misma calidad de enseñanza que el
Nacional, yo no me hubiera cambiado. Pero me cambié porque no la
ofrecía. Entonces, ¿cómo sentirme orgulloso de haber dejado a 40 ex
compañeros pateando piedras en mi ex colegio, para yo venir y ‘salvarme’
de no patear –tantas– piedras? La sola idea suena aberrante”.
(Publimetro 2012)
La crítica de González, elaborada principalmente como un
cuestionamiento a la cultura del Instituto, es al mismo tiempo una
crítica al corazón del ideario que está detrás de la propia existencia
de este y otros liceos de excelencia. Es, en efecto, un ataque frontal a
la idea de meritocracia.
Como bien nota un reciente artículo de la revista Qué Pasa,
el discurso del institutano encuentra eco en otro discurso de
graduación, pronunciado por Justin Hudson, quien en 2010 egresaba del
Hunter College High School de Manhattan, una de las escuelas más
meritocráticas en los Estados Unidos y uno de los orgullos del sistema
escolar del Estado de Nueva York.
Tal como el Instituto Nacional, Hunter College escoge menos de
doscientos alumnos de toda la ciudad, de entre miles que obtienen
puntajes suficientemente altos en un examen estandarizado en quinto
básico y luego se destacan en un segundo examen en sexto básico,
ingresando a la escuela un año más tarde. Quince por ciento de los
egresados de Hunter reciben ofertas de las ocho mejores universidades
del país (y, por tanto, top-10 del mundo). La similitud en el tono de la
crítica de Hudson y la de González es notable: “Más que felicidad,
alivio, miedo o tristeza, me siento culpable. Me siento culpable porque
no merezco nada de esto. Tampoco se lo merece ninguno de ustedes.
Recibimos una educación excepcional y gratuita, exclusivamente en base a
un examen que rendimos cuando teníamos once años de edad […]. Recibimos
mejores profesores y recursos adicionales en base a nuestro status de
‘talentosos’, mientras que los niños que naturalmente necesitan esos
recursos mucho más que nosotros se revolcaban en el barro de un sistema
quebrado. […] Hunter está perpetuando un sistema en el cual niños que
tienen un intelecto y creatividad desenfrenados y sin explotar son
descartados como desecho. Y nosotros tenemos la osadía de decir que se
lo merecen porque somos más inteligentes que ellos”. (Hayes 2012:33)
¿De qué están hablando González y Hudson? ¿Por qué son precisamente
ellos, estudiantes brillantes de origen popular, que encarnan todo
aquello que consideramos positivo del ideario meritocrático, quienes
cuestionan el mismo orden que les ha abierto las puertas a una educación
de excelencia y un futuro promisorio? ¿Qué es eso que intuyen injusto
en un sistema que ha premiado su, sin duda, enorme esfuerzo?
Aventurar una respuesta requiere cuestionar las bases del ideario
meritocrático, el cual presenta, como intuyen González y Hudson, serios
problemas. Esta columna y las que le siguen proponen elementos para
elaborar esta crítica. Son, ante todo, una invitación a discutir las
luces y sombras de un concepto que en el Chile de hoy parece asumirse
indiscutiblemente virtuoso. El mensaje central es que un Chile
meritocrático no dejaría necesariamente de ser un Chile desigual e
incluso injusto. La idea de mérito resulta atractiva, pero es
eminentemente problemática si se utiliza para pensar el orden social y
la forma en que éste asigna oportunidades y premios en el espacio de lo
público.
La idea de meritocracia, el rol que ésta juega en la organización del
sistema educacional en particular y de la sociedad en general, y su
validez como principio organizador de nuestra vida en común, estarán sin
duda en el centro de la discusión política chilena en este año de
elecciones. Afectará, por tanto, las definiciones de política pública de
los años por venir. Indagar en las sospechas que esbozan González y
Hudson resulta entonces clave para entender el Chile que decimos querer
construir.
¡VIVA LA MERITOCRACIA!
Con más o menos convicción, todos creemos en la meritocracia. Todos
creemos que debiese haber igualdad de oportunidades y que los premios
debiesen recibirlos quienes trabajan duro. Entre nuestros políticos y
técnicos la idea de meritocracia ha llegado a convertirse en una especie
de acuerdo basal sobre el futuro de nuestra democracia. La idea de una
sociedad meritocrática parece ser concebida en ambos extremos del
abanico ideológico dominante como una categoría ideal para pensar el
futuro de Chile: el camino hacia el desarrollo pasa, nos dicen, por
mantener el actual andamiaje económico e institucional, pero
“emparejando la cancha”.
La potencial efectividad del discurso meritocrático en la arena
política chilena descansa precisamente en el hecho de que éste está en
consonancia con el mensaje que la propia centro-izquierda ha ofrecido al
país en las últimas décadas. La izquierda carece, así, de una reflexión
ideológica actualizada que permita elaborar una crítica consistente
contra el ideario meritocrático.
Antes de abordar en profundidad las críticas sustantivas a la idea de
meritocracia es necesario precisar qué entendemos por tal cosa, y
cuáles son las características que hacen de esta idea un concepto en
principio atractivo para legos y expertos de izquierdas y derechas.
Como apunta Amartya Sen, la idea de meritocracia “puede tener muchas
virtudes, pero la claridad no es una de ellas” (Sen 2000:5). Para
efectos de estas columnas la entenderemos simplemente como el sistema
social que usa el “mérito” para asignar bienes tangibles como el dinero o
simbólicos como el status y los privilegios. A su vez “mérito” lo
definiremos como una combinación de talento y esfuerzo[1] que produce resultados que son valorados por otros.
Entendida de esta manera abstracta, como resume Marie Duru-Bellat en su libro Le Mérite contre la Justice,
el principio meritocrático resulta “fundamental para las sociedades
democráticas”, principalmente porque aparece para sus miembros como
“garante de la mejor combinación posible entre eficiencia y justicia
social” (Duru-Bellat 2009:21). Como veremos más adelante, hay más de una
razón para oponerse a la meritocracia como modelo de organización
social. Sin embargo, por las razones esbozadas por Duru-Bellat, la
noción de un país organizado en torno al mérito es, en principio,
atractiva.
Somos una sociedad en la que un grupo relativamente pequeño de individuos, familias y grupos económicos manejan buena parte de los grandes negocios y de las grandes decisiones políticas. La búsqueda de la nivelación de las oportunidades resulta un objetivo evidentemente justo y sin duda políticamente rentable
La noción de mérito suele integrar la idea de talento
(habilidades innatas, asignadas a cada cual por una suerte de lotería
en parte definida por la herencia genética y en parte por el contexto en
el cual fuimos gestados, nacimos y crecimos) con la noción de esfuerzo
(cuánto tiempo de ocio estuvimos dispuestos a sacrificar para efectuar
algún trabajo, y con cuánta dedicación y cuidado lo realizamos, a lo que
podemos sumar, como hemos mencionado, el mantenerse dentro de las
normas sociales y jurídicas). La idea de esfuerzo, por definición
imposible de observar, se suele medir comparando el resultado concreto
que obtiene una persona con el obtenido por otros. Siendo así, es
importante notar que en un sistema meritocrático quien obtiene el mayor
beneficio no es necesariamente quien más se esfuerza: alguien con
limitaciones cognitivas, por ejemplo, puede ejercer el doble de esfuerzo
que su par más talentoso, y aun así obtener menos compensación, si es
que su esfuerzo no logra dar cuenta de la pérdida de productividad
impuesta por el diferencial de capacidades. Este es el caso, por
ejemplo, en empleos con una alta componente de salario variable.
Con todo, la aplicación del criterio de premiación según mérito
(medido en la práctica por sus resultados), puede resultar razonable,
conveniente e incluso justa en organizaciones productivas. Mal que mal,
la razón de ser de la empresa capitalista es la maximización de la
utilidad obtenida por sus dueños, por lo que, puestos a escoger entre
dos trabajadores, que la empresa premie al más productivo, no parece una
aberración dentro de la lógica de mercado. En otras palabras, pese a
que existen exigencias de justicia mínimas para mantener la cohesión
interna de cualquier organización productiva (por ejemplo,
no-discriminación), éstas no representan su principio operacional
básico. La aplicación del principio meritocrático dentro de
organizaciones productivas no parece así estar en conflicto con nuestras
nociones básicas de justicia.
Las referencias a la noción de meritocracia en la arena pública
suelen mezclar, por otra parte, dos niveles lógicos en que el término
tiene sentidos distintos, aunque relacionados. El primero es un sentido
netamente administrativo: dentro de una organización pública se aspira a
que exista una movilidad ascendente en la cadena de cargos, basada en
la capacidad de los individuos de ejercer de forma competente las tareas
que se les asigna. Refiere, en ese sentido, a un sistema que asigna a
“los mejores” a cada cargo, donde la noción de “mejor” es contingente al
cargo y la organización en cuestión. Es, en ese sentido, una referencia
a la idea de burocracia moderna.
En su segunda acepción, la noción de meritocracia aplicada al espacio
de lo público se acerca más a la idea de un mercado de lo social: el
orden social es una gran arena de competencia, donde los más aptos y
aquéllos que despliegan mayor esfuerzo ascienden socialmente
(generalmente en términos de ingresos y status, aunque no necesariamente
ambos simultáneamente), mientras que aquellos con menos habilidades (y
quienes están menos dispuestos a esforzarse) no reciben los premios que
la sociedad ofrece. Sin embargo, extrapolar el principio de compensación
de la productividad desde la empresa a la sociedad obvía el hecho de
que, a diferencia de una firma capitalista, la sociedad no tiene como
fin maximizar su utilidad, ni siquiera maximizar la producción de bienes
y servicios. El orden social democrático obedece a la idea de justicia,
bien común y autogobierno, y por tanto debe considerar aspectos más
complejos que la mera “contribución marginal” al “bienestar social”,
como sea que éste se defina.
Cualquiera que sea el nivel al que se aplique, y pese a que la
naturaleza y validez de su justificación puede diferir de un nivel a
otro, el discurso de la meritocracia resulta particularmente atractivo
en Chile por al menos tres razones fundamentales.
En primer lugar, la noción de que si nos esforzamos y nos mantenemos
dentro de las reglas del juego delimitadas por la estructura jurídica y
las normas sociales recibiremos una compensación proporcional a nuestro
esfuerzo, es una de las piedras fundamentales de la promesa que sostiene
a las sociedades capitalistas en equilibrio (equilibrio dinámico e
inestable, dirán algunos, pero equilibrio al fin. El “modelo” no se
derrumba solo). Si bien la inmensa mayoría puede con razón argumentar
que no está recibiendo todos los beneficios que el orden económico
promete (o bien que los está recibiendo a un alto costo subjetivo), lo
cierto es que puestos a escoger entre una sociedad que premie el mérito
(léase, habilidades más esfuerzo) y una que no lo haga (una que asigne
compensaciones a partir de otro criterio como, por ejemplo, la
pertenencia a una casta, grupo político, religión, género o raza), hay
poco espacio dónde perderse.
Todos deseamos que nuestro esfuerzo y el talento sean premiados. Más
aún, es probable que la mayoría de los ciudadanos opere sobre el
supuesto de que, de instaurarse un sistema meritocrático, ellos
tenderían a moverse hacia arriba en el orden social. Cada cual piensa
que es suficientemente capaz como para destacarse por sobre el resto.
Todos creemos que en una meritocracia resultaremos favorecidos. Pero es
imposible que esto sea cierto para todos.
Por definición, sólo la mitad de los ciudadanos puede estar de la
mitad hacia arriba de la distribución. Pensar que sin duda seremos parte
del grupo favorecido ayuda a seguir adelante sin frustrarse, pero es
inevitablemente una ilusión para la mayoría nosotros. Llegar a ser parte
del pequeño grupo de individuos que llegan al tope de la distribución
de ingresos, es aún más improbable (en Chile, sólo 45 mil personas entre
casi siete millones de trabajadores ganan seis millones de pesos o más.
Esto es, 0.6% (Jorrat 2013)). El hecho de que convengamos en que una
sociedad que premie el mérito es preferible a una que no lo haga no
quiere decir, ni en términos lógicos ni en la práctica, que una sociedad
meritocrática –incluso una perfectamente meritocrática– sea el mejor
orden social posible de concebir.
El segundo gran atractivo de la idea de un Chile meritocrático se
relaciona con el anterior. Chile es un país elitista, un país de
enclaves, feudos, fundos y monopolios en que la riqueza, el poder, el
capital cultural y las conexiones profesionales y personales están
visiblemente concentrados en unos pocos. Somos una sociedad en la que un
grupo relativamente pequeño de individuos, familias y grupos económicos
manejan buena parte de los grandes negocios, buena parte de las grandes
decisiones políticas y una proporción probablemente aún mayor de la
generación de discursos en torno a los cuales interactuamos a diario
–vía canales de televisión, periódicos, universidades, think tanks, y un no tan largo etcétera-.
Es una sociedad en que, de acuerdo al último ranking Forbes,
catorce multimillonarios agrupados en un puñado de familias concentran
una riqueza equivalente a más del 20% del Producto Interno Bruto (algo
así como U$ 40 mil millones); una en que cerca de la mitad de los
gerentes en 100 de las principales empresas viene de tan sólo cinco
colegios; y una en que el colegio de procedencia (es decir, la red de
contactos y el habitus de crianza) resulta, en muchos casos,
más importante que la universidad en la que se estudió, o la calidad
académica y profesional demostrada “en la cancha”.
En Chile, poseer una buena red de contactos es, en la mayoría de los
casos, pre-requisito para que el esfuerzo y el talento efectivamente
paguen. Más aún, en muchos casos la primera es sustituta de los
segundos. Por todo lo anterior, la búsqueda de la nivelación de las
oportunidades resulta un objetivo evidentemente justo y sin duda
políticamente rentable en el Chile post-transición.
Si bien la inmensa mayoría puede argumentar que no está recibiendo todos los beneficios que el orden económico promete, lo cierto es que puestos a escoger entre una sociedad que premie el mérito y una que no lo haga (una que asigne compensaciones a partir de otro criterio como, por ejemplo, la pertenencia a una casta), hay poco espacio dónde perderse
En tercer lugar, el consenso en torno a la necesidad de construcción
de una sociedad meritocrática tiene también un fundamento al menos
parcial en la idea de un uso eficiente de lo que la profesión económica
llama capital humano. En un mundo globalizado y competitivo, nos dice
una mayoría de nuestros economistas y políticos, no podemos darnos el
lujo de desperdiciar nuestros talentos simplemente porque unos pocos
usufructúen de un sistema de oportunidades desiguales, manteniendo así
sus privilegios relativos. Proveer igualdad de oportunidades desde la
cuna es generar las condiciones necesarias para que cada cual pueda
competir de acuerdo a sus habilidades (entendidas generalmente como
condiciones innatas) y a su voluntad de esforzarse relativamente más que
otros y jugar dentro de las reglas (lo que la profesión económica
codifica como “preferencias”). Sólo así, continúa el argumento, podremos
obtener el máximo de productividad que nuestros ciudadanos pueden
proveer al sistema económico. El elitismo rentista es, en suma,
ineficiente.
Sociedades inclusivas son no sólo más eficientes, sino también más
estables en el largo plazo. Esta línea argumental tiene sin duda más de
un mérito y ha sido recientemente desarrollada in extenso por Daron Acemoglu y James A. Robinson en su monumental libro “Why Nations Fail” (Por qué fallan las naciones) (Acemoglu y Robinson 2012).
Estas y otras razones hacen del ideario meritocrático un hueso duro
de roer, especialmente para la crítica de izquierdas. ¿Cómo negarse a
esta aparente síntesis de justicia y eficiencia? En el Chile
post-transición, y con contadas excepciones, el llamado desde la derecha
liberal y el socialismo concertacionista es a “emparejar la cancha”,
permitiendo a todos los hijos de Chile “desarrollar todo su potencial”
de modo que puedan “competir en igualdad de condiciones” en el mercado
laboral.
Con variaciones, esta línea argumental está detrás del libro de Navia y Engel (2006) Que gane el ‘más mejor’,
detrás de algunas de las demandas del movimiento estudiantil de 2011
por una educación pública, gratuita y de calidad para todos y, más
recientemente, detrás del discurso de la campaña del ex-precandidato
presidencial de la derecha, Laurence Golborne (“Es posible”).
Chile llegará a ser una sociedad desarrollada, se argumenta desde el
socialismo liberal hasta el conservadurismo compasivo de derecha, no
sólo cuando tengamos un ingreso per cápita de un par de docenas
de miles de dólares –una condición que se argumenta necesaria–, sino
también cuando las recompensas y bienes que la sociedad entrega a sus
ciudadanos sean asignadas de acuerdo al mérito personal, cuyo veredicto
final es dictado por el mercado.
La izquierda de la izquierda busca por esta vía poner en duda la
noción neoliberal de desarrollo y su cuantificación vía ingreso,
mientras que la izquierda moderada busca encontrar la cuadratura del
círculo entre una sociedad eminentemente mercantilizada y una noción de
justicia que esté en línea con sus tradiciones más preciadas. La
derecha, por su parte, asegura que ya “se puede”, como lo habría
demostrado su pre-candidato de haber llegado a La Moneda. En mi próxima
columna expondré cinco argumentos contra la idea de que un Chile
meritocrático se corresponda con el proyecto de un Chile justo.