Columnas
31 de agosto de 2012
Un nuevo fantasma recorre el mundo: el fantasma
de los movimientos ciudadanos que, espontáneamente organizados frente a
problemas específicos (“single issue”, A. Giddens), buscan soluciones
directas, esquivando los canales tradicionales de la democracia. Sin
embargo, se trata de expresiones cuyos liderazgos coyunturales muestran
visiones estratégicas tan distintas que, a poco andar, las diferencias
de métodos no sólo desarticulan la acción, sino que su interlocución
ante los poderes se hace ineficiente, confusa, y muchas veces, “más allá
de todo lo posible”. Infantilismo revolucionario lo llamó Lenin.
Una de las razones de este modo de
interpelar a los poderes –que, por lo demás, no es nuevo, pues orgánicas
sociales, territoriales, profesionales, sindicales, etc, existen desde
hace siglos– es la profunda deslegitimación de los partidos políticos,
los que, hasta hace unos 15 años, eran “correas transportadoras”
privilegiadas entre ciudadanía y Estado. Se suponía de ellos una
poderosa capacidad de elaboración teórica que contuviera una “ontología”
o cierta concepción del ser de las cosas; una epistemología, o
conciencia del cómo conocemos tal entidad; y una metodología, es decir,
una manera de alcanzar los objetivos que el grupo consideraba lo mejor
para la sociedad, conocimiento que, estructurado en un corpus
consistente y coherente de ideas lógicamente ordenadas, daba respuesta a
los diversos temas políticos, sociales, económicos y culturales
humanos.
La lucha ideológica de buena parte del siglo XX entre capitalismo y
socialismo fue el mejor momento para esa concepción de partido, pues la
dialéctica de la polémica estimulaba la defensa estructural de las ideas
y principios que sustentaban las diversas posiciones, aunque, por
cierto, en una sociedad industrial (taylorista y/o stajanovista) que
tendía a impulsar soluciones jerárquicas, verticales y obedientes. La
caída del Muro de Berlín y posterior derrumbe de la ex Unión Soviética
provocó un cambio de las doctrinas de izquierda circulantes, dejando a
las posiciones liberales y de mercado casi sin competencia, lo que hizo
que hasta Juan Pablo II advirtiera a los vencedores del riesgo de la
soberbia.
Todo hace prever, empero, que las condiciones de administración de los nuevos partidos del siglo XXI ya no podrá ser jerárquica, ni vertical y ni siquiera obediente, como en la era industrial, sino como se organizan las redes sociales digitales: horizontal y libremente, con personas más exigentes, informadas y participativas, que piden respuestas rápidas, eficientes y convincentes para otorgar su fidelización a las ideas y emociones que el partido promueve.
Esas nuevas condiciones político-económicas y sociales, así como los
avances incontenibles de las tecnologías digitales, facilitaron la
expansión de los mercados que se globalizaron aceleradamente en menos de
dos décadas (1990-2008). Las ideas de libertad, mercado y democracia se
instalaron en casi todo el orbe, provocando significativas
modificaciones en las posturas ideológicas de izquierda, centro
izquierda y centro, quienes, sin necesariamente abandonar sus énfasis
valóricos en la igualdad y fraternidad, asumieron el mercado y la
democracia liberal con nueva intensidad. Sectores más radicales de
izquierda, en tanto, mantuvieron en alto el estandarte del rechazo al
mercado y la “democracia burguesa” como origen de toda desigualdad e
injusticia, siguiendo a los pocos dirigentes que en América Latina, el
Caribe, África y Asia habían mantenido su poder, así como a partidos de
izquierda nacionalista en todo el mundo.
Por efecto de grandes mayorías, la lucha por el poder político se
trasladó desde la lógica revolucionaria –asalto al Estado y
transformación de las relaciones tradicionales al interior de la
sociedad– hacia disputas electorales periódicas y una administración
democrática del Estado de tipo evolutiva, lo que produjo una inevitable
asociación entre política y empresas, un proceso que, por lo demás, es
corolario obvio si se aceptan las ideas de mercado libre y democracia:
es decir, si las empresas privadas son legítimas, entonces, apoyar su
desarrollo desde el poder político es justo. Dicha relación, formulada
primero paso a paso, entre compromisos, negociaciones y acuerdos
paulatinos, terminó por mover a partidos y dirigentes, anteriormente
antisistémicos, fuera del ámbito de la fiel representación de los
sectores e intereses que expresaban, oligarquizando su gestión, mientras
las nuevas tecnologías de la información y comunicaciones (TIC) hacían
visible la connivencia para todos sus seguidores. Los traslados de
cuadros desde el poder político al empresarial y viceversa, así como las
denuncias sobre abusos y excesos de diversas empresas privadas en su
relación con los consumidores, fueron cerrando el círculo, abriendo un
espacio de diferencias entre izquierdas socialdemócratas e izquierdas
tradicionales.
Pero hay más. Las ideas concomitantes de un Estado pequeño, que
focalice la ayuda social en los más pobres de los pobres, que funcione
eficientemente, con pocos impuestos y que entregue más libertad de
opción a los ciudadanos, dejándolos usar la mayor parte de sus recursos
en sus propios proyectos, contribuyó al rechazo de la idea de financiar
con tributos la labor política, hecho que, por defecto, consolidó el
vínculo político partidista y el poder económico. Con plata se compran
huevos.
El advenimiento de las TIC, que posibilitó la información instantánea
sobre cómo se conduce el poder y le entregó a los ciudadanos la
capacidad de comunicar anomalías, corruptelas y negociados espurios vía
redes sociales digitales, así como la de coordinar acciones con miles de
otros, fue transformando la inquietud y malestar en irritación e
indignación entre quienes no estaban gozando del progreso. La quiebra
del sistema financiero mundial en 2008 produjo el resto: las
inequidades, estafas y desigualdades quedaron expuestas a la vista de
todos, en las pantallas en color de todo tipo (TV, computadores y
smartphones).
La respuesta lógica a esta relación entre poderes políticos y
económicos –y sus efectos en las inequidades develadas– han sido los
“movimientos sociales”, pues, al contrario de los partidos, se trata de
una integración (muy ad hoc a la economía de mercado) sin compromisos,
libre e inmediata a un poder visible, simple, constante y sonante. Y
perdidas las confianzas en el intermediario tradicional, mejor es unir
fuerzas a quienes “no han sido corrompidos por los poderes”.
Así, en un escenario en el que se ve debilitada la presencia central,
atemperadora, flexible, negociadora, estructural y compleja de los
partidos políticos, pueden preverse nuevas esferas de desarrollo de lo
social: por una parte, un proceso de redefinición de la democracia
representativa, que en el ínterin tendrá más estallidos estudiantiles,
de trabajadores, pequeños empresarios, agricultores, etnias y grupos de
interés de diversa naturaleza, unos más belicosos que otros, junto a la
conformación de los contramovimiento respectivos. Y con un ágora de
discusión racional, como el Congreso, deslegitimada socialmente, y
llevada la polémica a la calle, es previsible la reorganización cuasi
“feudal” de los poderes, en clanes político-económicos de defensa de sus
respectivos patrimonios. Como consecuencia, veremos una actividad
económica y política desagregada, sin más norte que el interés táctico
de grupos de presión organizados coyunturalmente, ni más estrategias
nacionales que la de un Ejecutivo que, con la obligación de conducir el
país hacia una meta, terminará su administración “equilibrando platos
chinos”, en medio de manifestaciones de todo tipo.
Este cuadro que pudiera parecer caótico, no se contrapone, empero,
con una concepción de libertad y democracia: una de hombres libres que
libremente se asocian o disocian siguiendo sus intereses, proyectos y
sueños, en una competencia sin fin para la construcción de un futuro en
el que cada cual es constructor de su propia felicidad, con la sola
obligación de cumplir con las leyes que los rigen. En esta mirada, el
Estado es económicamente subsidiario y sólo actúa como malla de
seguridad para quienes pierden y aspiran a su recuperación y reinserción
social activa. El mercado libre, por lo demás, opera así. Y si hemos de
fijarnos en los hechos, izquierdas y derechas políticas ya han adoptado
el nuevo paradigma: por doquier, con pocas excepciones, se observan
“díscolos” y “rebeldes” que transforman las ideologías de antaño en
mosaicos ajustados a sus especificas miradas del mundo, muchas veces tan
dispersas como sus propios programas.
¿Reemplazarán los movimientos sociales a los partidos políticos? Esa
es la segunda esfera de desarrollo, porque estos movimientos se agrupan
habitualmente en torno a intereses inmediatos, de coyuntura. No hay en
ellos –no puede haberlo– una racionalidad entrelazada con perspectivas
estratégicas, porque cuando éstas emergen, el movimiento, como hemos
visto, de triza en veinte orgánicas. Por eso, el proceso que estamos
viviendo no importará grandes cambios, porque en su parcialidad, los
movimientos ciudadanos no abarcan en toda su extensión los sueños
sociales. Por eso, estos movimientos sólo seguirán siendo noticias de
TV; algunos conseguirán parte de lo que exigen, otros, simplemente,
nada. Es decir, los movimientos, por masivos que parezcan, no pueden
reemplazar la conducción política, ni menos, derrumbar el modelo, porque
el mercado y la libertad están fundados en profundas pulsiones humanas
que, sólo “reeducadas”, podrían ser agentes de un verdadero cambio
sistémico. Las regulaciones o desregulaciones normativas que resulten de
los movimientos presentes, más bien impulsarán perfeccionamientos de
las rigideces y “crueldades” del mercado, haciéndolo más aceptable para
las mayorías. Tal vez entonces reviva el interés ciudadano por las
estrategias políticas y en participar como generador de aquellas, a
través de los partidos.
Mientras tanto, las colectividades, en su vieja concepción, vivirán
sus propias travesías por el desierto, oligarquizadas, encerradas en sí
mismas, negociando poder con otros poderes, para seguir avanzando en sus
objetivos. Las elecciones seguirán siendo un momento para volver a
conquistar voluntades que ayuden a la reproducción de su poder, aunque
dada la competencia de los movimientos ciudadanos, también para la
indelegable tarea de conducir la sociedad “desde sus bases”, atrayendo
más fieles hacia las respectivas “buenas nuevas”, sea mediante más poder
duro o bien con más ideas y sueños. Todo hace prever, empero, que las
condiciones de administración de los nuevos partidos del siglo XXI ya no
podrá ser jerárquica, ni vertical y ni siquiera obediente, como en la
era industrial, sino como se organizan las redes sociales digitales:
horizontal y libremente, con personas más exigentes, informadas y
participativas, que piden respuestas rápidas, eficientes y convincentes
para otorgar su fidelización a las ideas y emociones que el partido
promueve.
De otro modo, los próximos gobiernos –quien quiera sea que los
administre– vivirán las mismas miles de manifestaciones y asonadas que
ha enfrentado el del Presidente Piñera y cuya explicación está tanto en
partidos y empresas deslegitimados y la mayor transparencia que ofrecen
las TIC, como, paradojalmente, en la enorme vitalidad de nuestra
democracia, sus libertades y el mercado, el que, en todo caso, para
llegar a ser legítimo mayoritariamente, requiere de nutrir a todos sus
agentes con más equidad y fraternidad y de elites dirigentes que
observen mayor cuidado de las formas, prudencia, gravidez, pudor y sobre
todo, decencia.