Publicado: 02.05.2012
Al interior de Punta Peuco la única discordia la crea la barrera de privilegios que aún ostentan los presos del Ejército que habitan el Módulo 1. Pero no hay sanción social por sus delitos. Es más, la cárcel especial es el único lugar donde no hay reproches morales. En cambio, sus esposas e hijos deben lidiar con ese temor y otros fantasmas fuera de esos muros. En este último capítulo conozca nuevos testimonios de familiares de militares y carabineros, sepa cómo se gestó y se construyó este recinto penal en boca de aquellos que vivieron historias nunca contadas de la otra herencia de Pinochet.
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Punta Peuco no aparece en los mapas pese a estar a 50 kilómetros y a sólo 30 minutos de Santiago. Pero sí tiene tradición carcelaria: un terreno abandonado entre las pocas viviendas del pueblo era el último vestigio de una antigua colonia de presos de baja peligrosidad que allí funcionó. El terreno quedó como propiedad de Gendarmería y en enero de 1995, ante la inminente primera condena al general (r) Manuel Contreras por el crimen de Orlando Letelier (perpetrado en Washington, en septiembre de 1976), sería el lugar escogido para construir allí la nueva cárcel especial para el ex jefe de la Dina y los uniformados condenados por crímenes de derechos humanos.
Tras sortear una crisis política provocada por el rechazo de Ricardo Lagos, ministro de Obras Públicas de la época, a firmar el decreto que daría inicio a su construcción, y luego un conato de rebeldía del ex jefe de la DINA, finalmente en octubre de 1995, Contreras ingresó a Punta Peuco en calidad de preso. Durante meses tanto el militar condenado como la nueva cárcel acapararon la atención del Ejército, de la inteligencia del gobierno, de las policías y de los medios.
Quince años más tarde, cuando el ex suboficial de carabineros Francisco Toledo ingresó a Punta Peuco por un delito que cometió en 1985, todo era distinto. Manuel Contreras ya no estaba recluido allí, sino en el Penal Cordillera, un recinto militar más exclusivo e íntimo. Ya no había integrantes del Ejército en la custodia, sino sólo gendarmes; y los presos veían transcurrir sus días sumergidos en el olvido. Muchos de sus hijos, en cambio, vivían afuera otra historia: sentían constantemente temor al rechazo social provocado a veces al sólo escuchar su apellido en público.
Eso fue exactamente lo que le ocurrió a la única hija del carabinero Francisco Toledo: perdió una beca en la universidad en la que estudiaba. Según cuenta su madre, bajó sus notas porque sentía pánico de que algún compañero le enrostrara: “¡Tu papá mató a los hermanos Vergara!”. Su pesadilla era que precisamente la encararan durante una disertación.
Francisco Toledo fue condenado a siete años como uno de los autores del homicidio de Rafael Vergara Toledo, un muchacho de 18 años que el 29 de marzo de 1985 recibió 8 balazos (entre ellos, uno en la nuca y otro en la región lumbar) durante una jornada de protesta y cuyo cuerpo fue encontrado en la vía pública al lado de su hermano, Eduardo (23 años), también asesinado. Veinticinco años se demoró la justicia en arrojar su veredicto.
Los hermanos Vergara Toledo vivían en la Villa Francia, una población de Santiago que fue epicentro de masivas protestas contra la dictadura en esos años. Ambos militaban en el MIR y su muerte se transformó en un símbolo para los jóvenes que luchaban contra el régimen militar. Con los años, ese símbolo varió para representar el descontento social con la democracia y siguió mutando hasta llegar a nuestros días transformado en una amalgama de protestas y brote delictivo. Lo cierto es que desde ese primer 29 marzo de 1985, en que los hermanos Vergara fueron víctimas de la violencia política, ningún aniversario ha dejado de ser violento.
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