Opinión
Publicado: 24.05.2012
2011
fue un año movilizado. En todo el mundo millones de personas vencieron
el miedo y salieron a las calles a exigir sus derechos. Y en muchos
casos –si no la mayoría–, la respuesta de las autoridades fue la
represión. Chile, con un muerto a manos de la policía y cientos de
denuncias por torturas y otros abusos, no fue una excepción. La
directora ejecutiva de Amnistía Internacional-Chile analiza en esta
columna ese fenómeno, marcado por el fracaso mundial de los líderes y un
sistema internacional de gobierno que no ha estado a la altura del
valor mostrado por los manifestantes.
El año pasado se
caracterizó por el fracaso del liderazgo mundial. Mientras, en un país
tras otro se respondía a las protestas con fuerza letal. Ahora, que
Amnistía Internacional ha presentado su 50º Informe Anual sobre el
estado de los derechos humanos en el mundo, está claro que los líderes
políticos han roto o incumplido reiteradamente el contrato social entre
gobiernos y ciudadanía.
Chile ha enfrentado un fenómeno similar. Desde las primeras marchas contra Hidroaysén, se han suscitado manifestaciones por diversos motivos y en diferentes lugares: las movilizaciones estudiantiles en Santiago y diversas ciudades del país marcaron el 2011, continuando con los casos más recientes, como los de Aysén y Freirina. Tras todas estas manifestaciones, ha habido alegaciones de uso indebido de carros lanzaagua, gases lacrimógenos y balines, en algunos casos causando lesiones oculares; denuncias de torturas y otros malos tratos, incluidas palizas y amenazas de violencia sexual, contra estudiantes detenidos arbitrariamente por la policía en manifestaciones estudiantiles. Esto llegó al extremo en el caso de la muerte de Manuel Gutiérrez, en agosto de 2011, tras recibir un impacto de bala disparada por Carabineros en el contexto de las manifestaciones.
La respuesta ofrecida por Chile no es única. El fracaso del liderazgo
en respuesta a levantamientos en Medio Oriente y el norte de África no
se ha limitado a un país.
Mientras un número sin precedentes de personas dejaron a un lado el
miedo y tomaron las calles para reclamar sus derechos, muchas
autoridades de diferentes países actuaron respondiendo de manera brutal e
incluso letal. Sin embargo, las cosas cambiaron para los tiranos del
mundo, los torturadores y la policía secreta.
Pero el sistema internacional de gobierno no ha estado en ningún
momento a la altura del valor mostrado por los manifestantes y han
primado los beneficios y el propio interés frente a los derechos de las
personas, e incluso de sus vidas. Con su inacción sobre Siria, Sri Lanka
y Sudán, el Consejo de Seguridad de la ONU –encargado de garantizar la
paz y seguridad mundiales– ha dado la impresión de ser tristemente
innecesario e incapaz de cumplir su cometido.
La persistente brutalidad y el derramamiento de sangre en Siria
constituyen un contundente ejemplo de este fracaso del liderazgo. Rusia y
China vetaron la petición del Consejo de Seguridad para que cesara la
violencia, a pesar de los indicios de crímenes de lesa humanidad
perpetrados por el régimen de Al Assad, de que se utilizaron
francotiradores y tanques contra los manifestantes, y de que se detuvo y
torturó a niños y niñas de tan sólo 10 años.
Quizá
no había motivos para sorprenderse por la inacción: Siria es uno de los
principales compradores de armas rusas. Y si los otros cuatro miembros
permanentes del Consejo de Seguridad –China, Estados Unidos, Francia y
Reino Unido– son los principales comerciantes de armas del mundo,
¿podemos realmente confiar en que el Consejo de Seguridad cumpla con su
función como guardián de la paz mundial? Sus líderes no son objeto de
examen, lo que les permite mantener sus especiales y rentables
relaciones con gobiernos represores.
Pero, ¿cómo podemos insertar la rendición de cuentas en el sistema
internacional de gobierno? ¿Qué hay que hacer para impartir justicia de
modo consecuente? ¿Cómo pueden mostrar los gobiernos un liderazgo
legítimo?
En primer lugar, deben acabar con la hipocresía. Hay que escuchar el
clamor de los pueblos que piden libertad, justicia y dignidad, lo que
significa que debe respetarse la libertad de expresión. Los Estados que
afirman defender los derechos humanos deben dejar de apoyar a dictadores
por el hecho de que sean sus aliados. Es preciso que los Estados en
donde se cometen abusos refrenen a su policía secreta y otras fuerzas de
seguridad y permitan que las personas se expresen libremente.
En esta materia, en Chile también es necesario que el gobierno esté a la altura de su declaración de respetar “a mil” la libertad de reunión, expresión y manifestación pacífica. Mientras se sigan prohibiendo marchas en términos que afectan el derecho a reunión y sigan existiendo denuncias de violencia policial y malos tratos en detención después de cada manifestación –como ya sucedió en Freirina– y no exista una respuesta enérgica para investigar, sancionar y prevenir abusos, sigue existiendo una deuda en esta materia. Mientras siga la Ley de Resguardo del Orden Público en su actual redacción, en tramitación en el Congreso, seguirá existiendo una contradicción.
En segundo lugar, los Estados deben tomar en serio sus
responsabilidades en el ámbito internacional. La prueba de fuego será en
julio, cuando los Estados miembros de la ONU se reúnan para acordar un
Tratado sobre el Comercio de Armas. Será la oportunidad de que los
gobiernos se comprometan con los derechos humanos, la paz y la
seguridad, votando a favor de un tratado sólido, que impida la
transferencia internacional de todo tipo de armas convencionales a
países donde exista un riesgo significativo de que se utilicen para
cometer graves violaciones de derechos humanos.
En este punto, esperamos que Chile dé su apoyo al Tratado de Comercio de Armas en los términos señalados, y sea además instrumental en conseguir apoyos para dicho texto.
En tercer lugar, los gobiernos deben invertir en sistemas y
estructuras basados en los derechos humanos y el Estado de derecho, y
que garanticen la rendición de cuentas, juicios justos y sistemas
judiciales imparciales; resarcimiento por los abusos sufridos; el fin de
la discriminación, la corrupción y la impunidad, y la igualdad ante la
ley.
En esta materia, Chile también tiene trabajo por hacer para alinear de una vez por todas la legislación y las políticas a las normas establecidas en los tratados de derechos humanos ratificados por Chile y que se encuentren vigentes.
De este modo, los líderes en Chile y en el mundo pueden crear y
mantener un sistema que proteja a los débiles y ponga límites a los
poderosos.
El año pasado mostró con más claridad que nunca, que como ciudadanía
comprometida, todos y todas podemos ayudar a crear un futuro más justo y
pacífico. Quienes valoran la libertad y la justicia han de trabajar
conjuntamente para proteger los derechos humanos en todas partes. Hemos
de recordar que no estaríamos tan cerca de conseguir que se haga
realidad un Tratado sobre Comercio de Armas de no ser por los activistas
que, en todos los ámbitos, han exigido que se emprendan acciones.
Personas que se han manifestado en un país tras otro han demostrado
con contundencia que el deseo universal de libertad y justicia que
tenemos los seres humanos no puede aplastarse ni contenerse, a pesar de
las fuerzas de represión. Los líderes mundiales han recibido una llamada
de atención sobre los derechos humanos: ya es hora de anteponer la
justicia a la represión y los beneficios.