Elementos para evaluar una posible reforma tributaria en Chile
Por qué no basta con subir los impuestos a las empresas
Publicado: 29.03.2012
El
debate tributario es tal vez la discusión pública más importante y
delicada que ocurrirá este año, por la sencilla razón que pone frente a
frente el dinero acumulado por los más ricos y las reformas que permiten
construir un país menos desigual. CIPER invita a sus lectores a
adentrarse en el debate impositivo que viene y a entender las
importantes cosas que están en juego a través de esta serie de columnas
escritas por el abogado Francisco Saffie. Con un lenguaje claro y
directo el abogado despliega ante el lector los vericuetos del laberinto
tributario, cuyos detalles incluso muchos economistas no entienden. En
esta primera entrega Saffie explica que la reforma necesaria es mucho
más profunda que concordar un alza para el tributo de las empresas. El
actual sistema, dice, es fruto de reformas llevadas adelante en 1974 y
1984 que consistieron más que en un cambio de tasas, en un cambio de
país. “Desde entonces los chilenos hemos debido aprender que nuestra
propiedad sólo depende de nosotros, que estamos aislados, porque
competimos unos con otros por apropiarnos del producto social”,
sostiene.
En el debate actual sobre una posible reforma tributaria, quienes creen que la solución pasa por aumentar la tasa del impuesto de primera categoría
olvidan el origen del sistema que nos rige hoy y, sobre todo, olvidan
las ideas sobre las cuales se levantó y que le dan vida más allá de tal o
cual porcentaje.
El impuesto a la renta
vigente en Chile corresponde a un esquema de tributación que fue creado
en 1974. Hasta entonces ese impuesto contemplaba distintos tributos con
diferentes tasas: por ejemplo, se aplicaba un 35% a las sociedades
anónimas, un 40% a los bancos y compañías de seguro y un 17% como tasa
general. Mientras que el impuesto a la renta que afectaba a las personas
tenía montos que variaban dependiendo del tipo de trabajo. Era un
sistema complejo y difícil de administrar, sin duda. Pero tal vez su
principal característica es que estaba basado en (–e intentaba dar
cuenta de–) el principio de capacidad contributiva, es decir, que los
ciudadanos deben aportar al financiamiento del Fisco de acuerdo a su
nivel de ingresos. El sistema buscaba reflejar lo que mayoritariamente
en el mundo se había aceptado como principio básico de los impuestos a
la renta y que los chilenos, al menos en el papel, comprendíamos: que
los impuestos son un aporte que todos debemos hacer para vivir en una
sociedad mejor y que quienes tienen más deben aportar más.
A partir de 1974 y luego con otras reformas en 1984, se impuso una
idea muy distinta: que los impuestos son una carga, un robo del Estado.
Eso explica en parte que desde entonces se haya hecho natural entender
que podemos librarnos de ellos con astucia. Y como sostuvimos en una columna anterior, se empezó a diseñar un sistema que busca privilegiar a unos pocos.
Por supuesto, no hay que idealizar el pasado y lo cierto es que la
fidelidad al principio de capacidad contributiva era y es difícil de
administrar e implementar. De hecho, el mayor desafío de los sistemas
tributarios contemporáneos está en equilibrar equidad y eficiencia (como
veremos más adelante en esta serie).
La reforma de 1974, en la práctica, no sólo simplificó las
operaciones sino que introdujo un principio nuevo: alinear el sistema
tributario con la distribución de mercado, de modo que sea el mercado el
encargado exclusivo de asignar y distribuir los recursos. Para lograr
eso se estimó que los impuestos debían afectar lo menos posible el
sistema de precios determinado por la oferta y demanda. Desde esta
perspectiva, la solución fue gravar con la misma tasa a todas las áreas
de negocios. Se buscó así que el capital invertido fuera tratado de la
misma forma, sin distinguir entre distintas áreas de negocios, para que
así la “decisión de dónde invertir respondiera exclusivamente al
mercado” según sostuvo Hernán Cheyre, hoy vicepresidente ejecutivo de
Corfo, en un trabajo académico a mediados de los 80′ en que seguía las
doctrinas económicas de moda en ese momento (“Análisis de las reformas
tributarias en la década 1974–1983”)*.
Con esa simple decisión la autoridad renunció a que la contribución
debida respondiera a una concepción de justicia y puso al mercado en el
centro de nuestra vida pública. Para las nuevas autoridades era
importante que la asignación del capital dependiera sólo de la
rentabilidad y de ningún otro criterio. El sistema tributario que se
creó en 1974 estableció las bases del sistema neoliberal que comenzaba a
instalarse en el país; de esta forma, lo político quedó entregado al
mercado.
“La reforma de 1974, en la práctica, no sólo simplificó las operaciones sino que introdujo un principio nuevo: alinear el sistema tributario con la distribución de mercado, de modo que sea el mercado el encargado exclusivo de asignar y distribuir los recursos”
La reforma de 1974 debe entenderse, entonces, como la primera etapa
de lo que estaba por venir. Lo que sus ideólogos sabían, y que
lamentablemente han olvidado quienes se conforman con aumentar las
tasas, es que la política tributaria “tiene un alcance que va más allá
de los montos recaudados por el sector público para hacer frente a sus
gastos” (Cheyre, p. 13). La idea que se implementó buscaba mantener la
mayor cantidad posible de capital en manos privadas y así fortalecer la
inversión que tuviera origen en ese sector. Para ello los mecanismos de
recaudación fiscal debían responder a criterios de eficiencia y sobre
todo, responder a la idea de que la propiedad privada es un derecho
previo –¿y superior?– a la existencia del Estado.
La idea era generar “simplicidad, eficiencia y equidad” (Cheyre,
ibid.). Pero el sistema no tuvo inicialmente los resultados que sus
creadores esperaban. En una cuestión que resultará clave para lo que hoy
se discute, el sistema tributario no reconocía un trato privilegiado a
las sociedades anónimas y al capital. En el sistema de 1974 las
sociedades anónimas pagaban un impuesto de 17%, y además sus accionistas
estaban afectos con una tasa especial de 40% por las utilidades a las
que tenían derecho, aún cuando no las recibieran. Ese porcentaje se
consideraba un pago adelantado del impuesto personal (el global
complementario) que debían pagar los propietarios de esas sociedades.
Esta última fue la cuestión que se buscó perfeccionar
con la reforma de 1984. La queja que animó esa reforma es la misma que
se escucha hoy en los pasillos de la casa del Instituto Libertad y
Desarrollo: que el sistema tributario perjudicaba la inversión y el
ahorro (hoy que vemos los efectos de esas reformas y se siguen
defendiendo las mismas ideas, nadie se pregunta de quién es el ahorro
que hoy se cuida y se nos trata de convencer que los
empresarios arrancarán del país si no hacemos las modificaciones que
piden, pero esto es desconocer la historia reciente del país y asumir
que desde 1973 en adelante nada ha pasado).
Fue entonces cuando se introdujo el cambio más radical al sistema
tributario chileno que todavía nos acompaña y que buscaba hacerlo aún
“más consistente [con] un esquema basado en el mercado”. (Cheyre, p.
31).
El cambio debía hacer que el sistema tributario le diera “al sector
privado […] recursos para que se pueda desenvolver”. Y, quizá porque los
tiempos lo permitían, se argumentó sin tapujos: “la fórmula escogida
para recaudar los impuestos debe ser tal que no desincentive la acumulación de capital” (Cheyre, p. 31).
De lo que estamos hablando aquí es, ni más ni menos, una de las
grandes razones por las que hoy se sostiene que Chile es uno de los
países más desiguales del mundo: en 1974 y luego en 1984 se estructuró
un sistema en que el Fisco decidió promover la acumulación de capital
entre los privados y dejó exclusivamente en manos del mercado esa
distribución. No fue solo un cambio tributario; fue un cambio de país y
la implementación de un sistema económico que se estrenaba en el mundo.
Desde entonces los chilenos hemos debido aprender que nuestra propiedad
sólo depende de nosotros, que estamos aislados, porque competimos unos
con otros por apropiarnos del producto social (que hoy incluye a la
educación, la salud y la previsión dentro del mercado).
“(Para los autores de las reformas de 1974) los mecanismos de recaudación fiscal debían responder a criterios de eficiencia y sobre todo, responder a la idea de que la propiedad privada es un derecho previo –¿y superior?– a la existencia del Estado”
Atendiendo a esto las modificaciones consistieron en bajar la tasa
del impuesto especial de 40% sobre los dividendos de sociedades anónimas
(a un 30% en 1984, luego a un 15% en 1985, para después eliminarse a
contar de 1986) y modificar la base imponible (el monto sobre el cual se
aplica el impuesto). Ahora sí, el sistema del impuesto a la renta en
Chile daba cuenta de políticas neoliberales.
En virtud de la reforma de 1984 ocurrió otro asunto vital: a partir
de ese momento el impuesto a las rentas del capital (que debían pagar
las empresas), llamado impuesto de primera categoría,
se pudo descontar –como un crédito– del impuesto que pagan los
propietarios de esas empresas (el global complementario). Es decir, lo
que la empresa pagaba (que, como vimos empezó a ser menos y llegó hasta
cero en 1986), su dueño lo podía descontar de su propia declaración.
Pero no solo pudieron los dueños (sean socios o accionistas) usar
como crédito el impuesto de las empresas. Paralelamente se redujo la
base imponible de las personas, esto es, el monto sobre el que se
calcula el impuesto. A partir de ese momento no se considera el total de
las utilidades de las empresas a las que el dueño (socio o accionista)
tiene derecho, sino sólo las que retira de esas empresas. Dicho de
manera más simple, los dueños de empresas sólo pagan impuestos por las
utilidades que reciben y no respecto de aquellas a las que tienen
derecho; no se paga por lo que se tiene sino por lo que se deja de
acumular, lo que es concordante con un sistema que busca, como dijimos,
la acumulación de capital.
La combinación de estas dos últimas modificaciones hace que en Chile
no exista un impuesto a las utilidades de las empresas, sino que las
empresas pagan un adelanto del impuesto que corresponde a los dueños
(este adelanto, después de las reformas que negoció el gobierno de
Patricio Aylwin en 1989, es lo que hoy conocemos como impuesto de
primera categoría. En esa negociación el impuesto se fijó en 10% pero
siguió siendo un crédito para los dueños. Después de eso sólo ha variado
la tasa del impuesto, pero no su carácter de crédito).
Las mismas modificaciones dieron vida al famoso FUT (Fondo de Utilidades Tributarias)
en el que hoy algunos ven una oportunidad para aumentar la recaudación
fiscal. El FUT es un registro contable de las utilidades que no han sido
retiradas de la sociedad por sus dueños y por las que deberían pagar
impuestos en el momento en que las retiren; al mismo tiempo, es un
registro de los impuestos pagados por las empresas y que sus dueños
descontarán como crédito de sus propias declaraciones.
Dos economistas entrevistados por CIPER
estiman que en el registro FUT hay cerca de U$ 200 mil millones de
utilidades no retiradas, es decir, utilidades acumuladas por las que los
dueños todavía no han pagado impuestos personales. En otras palabras,
el sistema creado en 1984 ha sido muy exitoso, tanto que hoy da muestras
de haber estado enfocado en exceso en la acumulación de capital. Una de
las grandes críticas que ha aparecido en el debate para reformar el
sistema tributario es que esos dineros se retiran usando una gran
batería de estrategias, sin que se paguen los impuestos que corresponde.
Espero poder demostrar, en las columnas que vienen, que este tema es
secundario frente al problema de justicia que refleja la estructura del
impuesto a la renta vigente.
“En Chile no existe un impuesto a las utilidades de las empresas, sino que las empresas pagan un adelanto del impuesto que corresponde a los dueño”
Después de las reformas de 1984 se sumaron otras que mantuvieron la
línea señalada, entre las que destacan exenciones y tratos privilegiados
al mercado de capitales, a la reinversión de utilidades en nuevas
empresas, rebajas en la tributación de las personas por ahorro
previsional, y otras modificaciones que serían largas de enunciar aquí.
Baste con señalar que todas estas modificaciones buscaron profundizar el
sistema que nació en 1974 y se consolidó en 1984: un sistema tributario
neoliberal.
En ese sentido, para concluir esta primera entrega, me parece
necesario reiterar que es importante tener presente que la política
tributaria tiene un alcance que va más allá de la mera recaudación. Y,
contra lo que mayoritariamente se ha sostenido, lo que está en disputa
tras el sistema tributario no es simplemente el financiamiento de más o
menos actividades del Estado, sino la forma que adoptan las
instituciones que hacen posible nuestras relaciones sociales. En otras
palabras, lo que deberíamos preguntarnos es si nos queremos entender
como ciudadanos o como agentes de mercado en un modelo neoliberal, y no
creer que la única pregunta relevante hoy es cómo aumentar la caja del
fisco.