Cristián Warnken Jueves 24 de Noviembre de 2011
A horas de la aprobación o rechazo de la partida de Educación del Presupuesto de la Nación, es bueno preguntarse por qué llegamos a este punto ciego en el que está hoy el país. Todo empezó cuando el Presidente de la República declaró a viva voz que "éste va a ser el año de la educación superior". Y lo fue, pero no como lo había él pauteado. Como suele ocurrir, la realidad desbordó con todo su fragor y cauce heraclitiano el voluntarismo de una idea mesiánica de escritorio, la de la "revolución educacional" acuñada por Piñera.
El Presidente venía con un propósito no confesado bajo el brazo: el de terminar por desmantelar la ya frágil y aporreada educación pública y reemplazar la idea del "Estado docente" por la de la "sociedad docente". Hay ideas que pueden ser teóricamente buenas y funcionan muy bien en los laboratorios intelectuales de Harvard o de la Universidad de Chicago, pero aplicadas mecánicamente a la realidad pueden ser más incendiarias que las bombas molotov de los más exaltados encapuchados.
El Presidente y sus ministros terminaron por lanzar parafina a un incendio que pudo haberse contenido si se hubiera actuado desde el primer minuto con más prudencia y con más conocimiento de la historia de Chile. Pero el Presidente y sus equipos son en su mayoría egresados de la Católica y de Harvard. Excelentes universidades, por lo demás (yo estudié en una de ellas), pero con una grave carencia: son demasiado perfectas, y la realidad y la vida no son perfectas como las teorías. Estudiar en Harvard y la Católica es muy distinto de haberlo hecho en las tan denostadas universidades estatales, laicas y públicas, y especialmente en la Universidad de Chile. Esta última institución acaba de cumplir 169 años, y su historia se confunde con la de la República. Pero una cierta élite dirigente ha incubado contra ella un resentimiento que me cuesta entender. Tal vez los agitados años 60 y 70, con los vientos sobreideologizados de entonces, traumatizaron a muchos con la idea de que ahí se refugiaba un ultrismo violentista sobregirado en revoluciones. Es cierto que en los jardines del Pedagógico (tan fértiles entonces como los Jardines de Epicuro) circulaban algunos melenudos y a veces desaseados militantes pekinistas, trotskistas o chiitas del "imán" Althusser, pero junto a ellos también había conspicuos heideggerianos, tomistas de viejo cuño, alumnas de las Ursulinas y del Liceo 1, porque la Chile era un espacio de diversidad y celebración de la diferencia. Juan Guillermo Tejeda, un irredimible republicano, ha descrito con ironía y ternura ese mítico tiempo en su libro autobiográfico "La señora Lucía, Allende y yo".
El resto de la historia la conocemos: el país quedó empantanado en los abismos de la intolerancia y la polarización, el Pedagógico le fue arrancado de cuajo a la Universidad de Chile, y unos draconianos decretos de la década de 1980 la convirtieron en rehén del control militar, primero, y después de la Contraloría. La élite, que antes estudiaba en la Chile, fue a refugiarse en sus condominios físicos y mentales, y el Estado dejó agonizar en cámara lenta a las universidades estatales.
De la Universidad de Chile se podría decir lo que dijo el poeta César Vallejo de sí mismo: "Le pegaban/ todos sin que él (ella) les haga nada...". El Presidente y sus técnicos de Chicago y Harvard, tres décadas después, levantaron otra vez la mano para golpearla. Craso error: ahora tienen que meterse esa misma mano al bolsillo para pagar el costo de sus arrebatos mesiánicos, nacidos de su desconocimiento profundo de la historia de la educación en Chile y, además, poner la otra mejilla.
Le regalo un consejo gratis al Presidente: en su próximo gabinete meta más ministros de la Chile y con más calle (más Longueiras, Mañalichs u Ossandones), para que La Moneda se parezca más a los Jardines del Pedagógico de los 70 que a un colegio particular de niños buenos, pero ingenuos e imprudentes a la hora de gobernar el Chile real.
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